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Sunday, October 10, 2021

Fake Meat: The Anti-Ratatouille Experience

 



Anoche cené una hamburguesa vegana de una conocidísima marca que se enorgullece, no solo de la calidad de sus productos, sino de lo mucho y bien que imitan el sabor de los cadáveres productos cárnicos. Como consumidora ocasional de hamburguesas vegetales, tenía muy claras mis preferencias, siguiendo, inconsciente y obcecadamente, la misma máxima: todo lo que lleve champiñón y lenteja roja es bien. Sin embargo, “¡seamos Marco Polos del sabor, de vez en cuando!”, me dije. ¿Qué tendrá esta super “TOP” hamburger que ofrecer?




Desde que me la sirvieron, noté algo extraño, profético, discordante. Era demasiado gordita, demasiado roja, demasiado hamburguesa vacuna. Probarla solo confirmó mis sospechas. Aquello sabía a carne. Espantosamente. ¡Qué mal rollo! Y supongo que, antes de darme cuenta, sufrí el anti-Ratatouille de Anton Ego. Aquel sabor ancestral no supuso un flashback a tiempos mejores, sino todo lo contrario. Yo era la niña que vomitaba los purés en los que mi madre intentaba colarme vísceras y, años más tarde, con estofados y filetes, me resultaba igualmente imposible tragar la insípida bola de tejido cárnico que se me había formado en la boca. ¿El hecho de que esta burger sepa a meat-meat… mola? Hello? ¡A mí la puñetera carne no me ha gustado en la vida!




Y confieso que me la tragué, sin un ápice de culpa, pero con mucho esfuerzo y asquito. Ella, por su parte, me lo recompensó con una “digestión rencorosa” y una sensación de pesadez de tiempos pre-veganiles. No repetiré. Esa ha sido nuestra primera y última cita (¡Que salga con otrxs!). Así que sí, entiendo y respeto a lxs nostálgicxs de los sabores omnívoros (¿Por qué no disfrutar de sus ventajas sin ninguno de sus inconvenientes?), pero les ruego que me tachen de su lista. Por lo que a mí respecta, no hay necesidad de sustituir ni de imitar nada. Mis hamburguesas (bueno, todos mis platos, en general), hasta la fecha, no han incluido el sabor “fake meat” y ni falta que les ha hecho.




Aunque lo más indigesto de todo fue que, mientras la (mal) comía, no podía evitar pensar en, precisamente, lo que intento apartar de mi mente al despertarme, so pena de no levantarme de la cama: tanto sufrimiento, tanto holocausto, tanta desigualdad y tanto crimen ecocida; tanto empujar al planeta al colapso ecológico, condenando a todos sus habitantes, presentes y futuros, solo por degustar este asqueroso, suicida y sobrevalorado sabor de mierda?   




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Tuesday, September 28, 2021

Críticas antiespecistas de la 69SSIFF: Lxs invisibles no tienen redes sociales

 





La diferencia entre el especismo diario del mundo real y el del cine es que este último hay que sufrirlo en pantalla grande. Resulta irónico que la feroz injusticia aparezca agigantada, magnificada de tal forma que resulte imposible escapar de ella, y aún así, lxs espectadorxs elijan no verla. Pero siempre está ahí. Agazapada. Las historias que reflejan nuestro herido siglo XXI no pueden escapar, ni evitar perpetuar, el prejuicio más antiguo, el que está más cómoda y acríticamente instalado en nuestra sociedad y en nuestra psique. Ser consciente de este hecho, como cinéfila, no convierte el visionado del film en una experiencia mucho más llevadera. Más bien lo contrario, ya que cada escena de crueldad innecesaria y de indiferencia del público son una confirmación de la enorme sombra del pensamiento cartesiano bajo la que vivimos y de lo mucho que aún nos queda por evolucionar.

Esta última edición del zinemaldi no ha estado exenta de momentos protagonizados por animales gratuita, injusta y dolorosamente especistas que, o bien nunca deberían haberse filmado, o podrían haberse evitado al sustituirse por animales CGI. Tiarrones a caballo, animales tirando de carretas, jaulas con pájaros, “ganado” (quién sabe en qué condiciones) en granjas, comilonas opíparas a base de cadáveres… Son demasiados para incluirlos todos (no quiero ni pensar en lo que habrá en las películas que me he perdido), por lo tanto, me limitaré los 3 que me han empujado, más si cabe, al abismo de la desesperación… y la misantropía. 




3- Spencer (Pablo Larraín, 2021)

Los paralelismos entre aves cazadas y enjauladas y Diana quedan patentes a la largo de todo el film, siempre con la intención de subrayar su pesadilla real, no como denuncia de una injusticia especista, of course. La película comienza con un faisán ¿muerto? en medio de una carretera por la que pasan, sin inmutarse, toda una caravana de coches. Primera pista, premonitoria a todos los niveles. Posteriormente, en la recta final del filme, la muy al borde de todos los precipicios Kristen Stewart, apenada ante la idea de que sus hijos (dos niños, no lo olvidemos) participen en una cacería de faisanes, interrumpe la matanza justo en su inicio (se ve caer, al menos, a un faisán del cielo. ¿CGI? ¿Cuántos animales habrán muerto realmente para hacer esta película?) y desafía a las balas para rescatar a sus retoños de la barbarie cruel, testosteronea y obsoleta.  

Optimista, confieso que casi  me pongo a aplaudir desde el palco del Victoria Eugenia (muy royal, lo sé, pero con el basketball player que tenía delante, también muy incómodo), sin embargo, la happiness duró muy poco. Pocos segundos más tarde, Diana, la compasiva, estaba invitando a sus hijos a un banquete de comida basura cuyo ingrediente estrella era (¡oh, sorpresa!) otra ave a la que, mercantilmente, se llama “pollo”. Por lo tanto, está mal cazar animales que quieren vivir, cuando no hay ninguna necesidad de hacerlo, pero es perfectamente válido condenar a millones de aves a una vida corta y dolorosa, en la que solo son carne de engorde super hormonada. Una vez más, ejemplo flagrante de “compasión por los animales que no nos obligan a renunciar a nada, pero ceguera egoísta ante “los más comestibles” para no cambiar de hábitos” (Esquizofrenia moral omnivoril en su máxima expresión, vaya). Considerando que es una película cuyo tema principal es la opresión y la falta de libertad cimentada en la metáfora de las aves que no pueden usar sus alas, la elección del menú resulta especialmente desafortunada y dolorosa.


 



2- La Roya (Juan Sebastián Mesa, 2021)

Ambientada en un (precioso) paraje natural colombiano y con la vida rural como protagonista indiscutible, los ejemplos especistas estaban asegurados sí o sí. ¿Y qué “historias para no dormir” vemos en esta ocasión? Gallinas desangrándose, el cadáver de un pobre cerdo como banquete de reencuentro fin de curso, burritxs cargadxs con enormes sacos y con tipos grandes y, lo que más me rompió el corazón: aves directamente capturadas de la selva y condenadas en jaulas. El protagonista, imitando su canto, atrapa aves en una jaula que luego regala a una coleccionista lugareña. Los pájaros decoran la fachada principal de la casa, con vistas a la selva (escalofriante escena). Por lo tanto, todas estas víctimas han sido sentenciadas, cruel y fatalmente, a observar de por vida su hogar sin poder regresar jamás a él. El colmo del sadismo. Confieso que yo no dejaba de pensar, ¿cómo es posible haber crecido y vivido entre aves libres toda tu vida y, a pesar de todo, elegir sentenciarlas tan frívola, gratuita e insensiblemente? Y es que, si esto aparece en el guión, más que probablemente, sea una práctica habitual en ambientes rurales. Y eso, ESO, es lo más terrorífico de todo.

 



1-The power of the dog (Jane Campion, 2021)

El western tradicional es, para mí, un género antipático. Sus protagonistas suelen ser macho-men, el sexismo y el racismo campan a sus anchas y, como no, el (ab)uso de caballos, toros y vacas, completando el tríptico, siempre está presente. Sabía que sufriría viendo lo último de Jane Campion, pero aún no sospechaba que acabaría otorgándole el premio Descartes a la película más especista de la 69 edición. ¿Por qué?

Dos hermanos vaqueros y ganaderos. Sabemos que la presencia de animales en cualquier entorno no natural para ellxs (no eligen ser actores, lxs humanxs, sí), es sinónimo de maltrato y ningún otro film cuenta con más esclavos que The power of the dog. Hagamos cuentas. En el encontramos el catálogo completo del rancio oeste: paseos a caballo, lecciones de doma, mutilaciones genitales (reales, estoy segura), palizas a caballos (fingidas, también estoy segura. Pero, ¿en qué condiciones ha vivido y vive ese animal?), cadáveres de vacas siendo desollados, conejos a los que se asesina para abrirlos en canal con la patética excusa una lección de anatomía… El horror.




Pero lo más doloroso es que, en la lucha de masculinidades que propone el film, es la positiva y no la tóxica, quien decide asesinar animales fría, científica y calculadamente, por alguna asquerosa y débil excusa.  Por lo tanto, el mensaje que nos envía la cinta de Campion es “los hombres de verdad protegen, son empáticos y  compasivos con su familia humana, pero nunca con los animales”. Si a alguien se le ocurre un mensaje más distorsionado e incoherente en este siglo XXI, please, let me know.

Resulta especialmente triste y frustrante que las 3 películas de este top de la vergüenza sean o bien dignas (La Roya) o muy buenas (Spencer, The Power Of The Dog), pero ninguna película, independientemente de su buena calidad, puede justificar JAMÁS la crueldad, el abuso y la muerte de los más vulnerables. Como espectadorxs, nuestra responsabilidad es castigar las historias que no pasan el test antiespecista y enviar un mensaje alto y claro. De lo contrario, la transición de animales reales a CGI se retrasará sine die. Se lo debemos a todxs aquellxs que sufren día a día, injustificadamente, bajo la excusa o el amplio paraguas del arte, y no tienen redes sociales.


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Tuesday, January 26, 2021

Otro día más en Vystopia

 



Vystopia (*):

1. Crisis existencial experimentada por lxs veganxs, que surge de la conciencia/estado de shock de vivir en un mundo distópico.

2. Conciencia de la codicia, la explotación animal omnipresente y el especismo en una distopía moderna.

 

A veces el despertador ofrece unos minutos de tregua, pero tarde o temprano, aparece esa certeza plomiza, insoportable, al más puro estilo Bill Murray en Groundhog Day. Y es que nada ha cambiado. Aún estás en Vystopia y, otro día más, tendrás que sufrir el mismo bombardeo de atrocidades oportunamente oculto tras el especista velo de la indiferencia, la normalización y el autoengaño. Y casi puedes escuchar las voces de la radio-despertador dentro de tu cabeza:

-Bien, excursionistas, ¡arriba! Despertad y no olvidéis los descansos porque hoy hace frío.

-Hace frío todos los días, ¿dónde creías que estabas, en Miami?




 

Hace frío todos los días

Si desayunas con la radio, la tele o haciendo scrolling en cualquier TL de una red social (Twitter, Facebook, instagram, Tinder?), no solo aparecerá la publicidad infecta de cadenas de comida rápida o de sangrientas ofertas de supermercado, sino que siempre habrá algún/a usuarix dispuestx a demostrar al mundo lo supuestamente irresistible que resulta el trozo de cadáver y/o de subproducto animal que va a meterse entre pecho y espalda, no vaya a ser que sus followers duden sobre qué bando ha escogido en la espectro de la ética… y de su propia extinción.

Una vez en la calle, no es necesario caminar demasiado para encontrarlas. Carnicerías y pescaderías, alterando el campo gravitatorio de las calles, contaminándolo todo con el hedor más nauseabundo que existe: el de la muerte de seres que no querían (ni debían) morir. Observando a la gente entrar y salir de estos negocios-patrocinadores legales del holocausto, con la impasibilidad e inconsciencia más absolutas, de repente, recuerdas al lúcido vampiro protagonista de Only lovers left alive y haces tuyas sus palabras: “Estoy cansada de esto: de lxs zombies, de lo que le han hecho al mundo y del miedo de su propia imaginación”.

Es cierto. Zombies puede parecer un término insultante y agresivo. Al fin y al cabo, casi todxs hemos sido habitantes de Meatland en algún momento. Sin embargo, ¿cómo llamar a las personas con nulo sentido ético y crítico que rechazan e ignoran deliberadamente, en pleno pre-apocalipsis, no solo la información básica, sino su propia responsabilidad de cara al hundimiento de nuestro “Titanic”? ¿Suicidas kamikazes?¿esclavxs de Meatrix? ¿Stormtroopers neoliberales? Lo mismo da. Ellxs son, con diferencia, la píldora más difícil de tragar de esta Vystopia.




 

Stormtroopers neoliberales

En el trabajo o en clase, el día no remonta. Tarde o temprano el especismo asomará el pie, la pierna, o el cuerpo entero: en forma de argumento y/o de cuestionamiento burlón desde la tiránica mayoría; de verdad monolítica, insensible e irreflexiva aprendida desde la cuna o, simplemente, de almuerzo. Porque el hecho de que tú seas veganx (el fastidioso e ingrato recordatorio viviente de una minoría aguafiestas), no va a cambiar ni un ápice sus costumbres diarias (si quedáis para comer ocasionalmente, la cosa cambia y, probablemente, seas tú quien escoja el restaurante). Lo habitual es que, cada vez que les apetezca, tus acompañantes, bien sean colegas, compañerxs, amigxs o familiares, engullan, en tu presencia, cualquier ser que previamente haya caminado/nadado, o a tomarse un café/helado hecho con leche para ternerxs, sin siquiera cuestionarse lo agónico que eso puede resultarte. Mientras tanto, tu único mecanismo de defensa será poner una (con voz de Lady Gaga) “Po-po-po-poker face”. Después de todo, lo “normal, aceptable y necesario” son sus enraizados y mercantilizados hábitos omnivoriles. La “rarita” que “debería adaptarse” continua y esforzadamente al resto, eres tú.

Si tienes suerte, incluso, puedes escuchar uno de tus vegan hits favoritos, en directo y primera fila. Todxs lxs no veganxs lo cantan. Inconscientemente, con las mejores intenciones, y casi siempre sin maldad: “un café con leche de soja/avena para ella y otro con leche normal para mí”. Claro. Porque la “leche normal” es la que toman individuos adultos, bien pasada su época de lactancia, robada vil y asquerosamente a madres violadas de otra especie y a sus bebés. Una leche que es una bomba hiper-mega-nutritiva, cargada de hormonas, sangre, pus, orina y antibióticos, potencialmente cancerígena, con más componentes de los que podemos asimilar. Un fluido de crecimiento diseñado por la naturaleza para convertir a un/a terneritx de 30 kg en un/a toraco/vacaza de 1000 kg. “Leche normal”, of course. ¡Qué bien ha hecho su trabajo la abominable industria láctea durante décadas!    




 

Lo “normal” 

Pasado el mal trago puede que consigas refugiarte en un libro o en una película. Sin embargo, ¡oh asquerosa realidad!, cuando menos te lo esperas, algún personaje cocinará animales o sus subproductos, montará a caballo, matará o engullirá cadáveres, irá a pescar/cazar, llevará pieles/plumas o acompañará a un animal obligadx a ser actor/actriz, haciendo cosas que no son agradables ni naturales en su especie (cargando con peso, transportando humanos, haciendo gracietas estúpidas, etc), en quién sabe qué condiciones de rodaje. Y sabes que el mundo no será un lugar justo hasta que absolutamente todos y cada uno de los animales que aparezcan en cualquier historia audiovisual sean generados de forma digital. Y, al mismo tiempo, también admites, con extrema amargura, que tu opinión es tan impopular, que hay espectadores y criticxs capaces de ver cómo degüellan a otro ser vivo en pantallaza grande, no inmutarse en absoluto y después tener la vergüenza pétrea de calificar como “sensible y lírico” al film en cuestión (Naomi Kawase, el doble capricidio de Still the water no te lo perdonaré jamás. JAMÁS).




 

Opinión impopular

A estas alturas del día (y de tu propia película) sientes cierto grado de burn out, desgaste o agotamiento emocional. Probablemente, incluso, hayas tenido que reprimirte para no estrangular con tus propias manos a quien sabe cuántxs zombies omnívorxs. Si te ha tocado día de supermercado, es posible que te arrepientas, incluso, de no haberte llevado tu espada laser. Y si, sonríes amablemente a todo el mundo como una venerable anciana jedi, pero, internamente, la usarías sin pudor contra todos lxs clientes de las secciones cárnicas y pescadoriles, y te lanzarías alegremente a rebanar cabezas en los pasillos de huevos y lácteos, al grito de: “¡Toma muerte ética, sith mamonazi!”.

Una desconocida doble ley de Murphy vegana de supermercado es: 1) La sección de productos veganos/éticos debe estar, necesariamente, pegada al repugnante pasillo de los jamones y/o de las carnes para que evitarlo resulte total y completamente imposible; y 2) Lxs clientes con nula ética y eco-conciencia y peores hábitos alimenticios deben situarse, obligatoriamente, por delante y detrás del/a cliente vegan en la cola de caja, de tal forma que estx últimx no solo sea doloroso e impotente testigo de cómo la dieta del holocausto, del cáncer y del cambio climático va desfilando impunemente en la cinta transportadora, sino que, para colmo, lxs clientes pre-extinción tendrán la desfachatez de hacer la compra del mes y no llevar ni su propia puta bolsa.




 

Doloroso e impotente testigo

Pero eso no es todo, amigxs, porque internet, por mucho que te resistas y escondas, siempre tiene sorpresitas horrendas que obsequiarte antes del final del día: nuevos y contundentes estudios que demuestren, una vez más, el incuestionable vínculo entre ganadería y apocalipsis climático (y que serán ignorados por un numero nada desdeñable de “ecologistas oxímoron” defensores de la ganadería extensiva, obsesionadxs, únicamente, con eliminar los combustibles fósiles), proyectos de nuevas macrogranjas “matalotodo”, subvenciones al lobby ganadero (y/o cazadoril) de quienes nos gobiernan (y que, cínicamente, prometieron luchar contra el cambio climático), amén de una avalancha insoportable de casos de abandono, crueldad y tortura animal, crímenes psicópatas horripilantes e inenarrables, casi siempre impunes, que te perseguirán durante mucho tiempo en tus pesadillas, entre otros “Más difícil todavías”.




 

Más difícil todavías

Todos los días Muchos días necesitas un abrazo desesperadamente, pero, al mismo tiempo, también eres víctima de un extenuante síntoma vystópico: cuanto más tiempo habites en un mundo profundamente enfermo, cruel y pre-apocalíptico, viviendo a contracorriente (es decir, intentando hacer lo correcto y lo más justo para todxs), en incomprensible minoría, más lejos te sentirás de los seres queridos que aún vivan en Meatrix. Hasta el punto, incluso, a echarlos dolorosamente de menos. Si eres creativx, quizá, consigas sublimar, hasta cierto grado, tu frustración. En mi caso, a veces, transformo este sentimiento en poesías como esta:

 

“Entre tú y yo

hay un cuchillo de distancia,

el carnaval del absurdo,

la barbarie.

Un cuchillo que construye Treblinkas,

perfila desigualdades

y socava las entrañas

de la Madre…

[…]

A menudo

necesito cogerte de la mano

en este laberinto

de distancias siderales,

abrazarte

con el abandono

de lxs niñxs y las olas.

Pero cuando me acerco

me acecha un filo metálico

y he de encontrar la distancia óptima

(que no existe)

o diseñar un nuevo escudo

(que nunca funciona)”.




  

A un cuchillo de distancia

E, irónica y tristemente, debes considerarte una persona afortunada si vives solx y, al final del día, al abrir el frigorífico o un armario buscando comfort food comida, no encuentras ningún alimento hecho con crueldad en ningún estante. Y es que las posibilidades de encontrar una pareja afín con quien compartir y construir tu vida, aquí y ahora, no solo son escasas, sino casi negativas en Meatrix. Por lo tanto, además del sentimiento de desubicación, estupor, desgaste, aislamiento, ansiedad, depresión y demás síntomas de nuestro querido Vystopia mode, hay otro con el que resulta imposible no tropezarse, en todos los ámbitos: la soledad. El mundo castiga a lxs rebeldes, desgastándolxs por los ángulos más dolorosos posibles, pero, al mismo tiempo, también ha demostrado, rotundamente, que “No es signo de buena salud estar adaptadx a una sociedad profundamente enferma”. En este momento excepcional y terrorífico de la historia, solo existen dos lugares diametralmente opuestos en los que vivir: el autoengaño irresponsable, inmoral, suicida y con fecha de caducidad de Meatrix y la odisea dolorosamente lúcida y ¿quijotesca? de Vystopia. El primero nos está matando. El segundo dejaría de existir, simplemente, si los humanos tomaran la pastilla roja. Según los datos de los últimos estudios de impacto ambiental (que finalmente valoran, en su justa medida, la importancia del metano como acelerador número 1 del cambio climático), podría ser la única esperanza de la humanidad.

Llegadxs a este punto, si aún eres no-veganx, ¿opinas que no merece la pena padecer vystopia, que la “estrategia avestruz” es menos dolorosa o que ya darás el paso “cuando lo haga todo el mundo”, a pesar del abominable holocausto animal, de la amenaza del colapso climático y de la certeza posibilidad de futuras pandemias? ¿Acaso no merece la pena pagar el precio “síndrome cuento de la criada” o “complejo de Sarah Connor” AHORA, sabiendo que eso nos evitaría males mayores, y garantizándonos la posibilidad de un mundo justo, libre, empático y habitable para todxs MAÑANA? Entre el veganismo o la barbarie, entre colapsar mal o colapsar bien, ¿qué escoges?

“Ven conmigo si quieres vivir” (**) o, lo que viene a ser lo mismo: Please, go vegan!

 

 


 

 

(*)Término acuñado por la psicóloga Clare Mann.

(**) Cita del film Terminator (1984)

Ilustraciones de Jo Fredericks, Pawel Kuczynski, Jackson Thilenius y Roger Olmos.

 

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Saturday, August 31, 2019

10 años de veganismo, cómo hacer la conexión, vivir en Meatland y no morir en el intento 1: Omnivorismo o “Porque siempre se ha hecho así”




Cuando un/a omnívorx, mientras engulle una supuesta delicatesen cárnica, me dice, con la repelente suficiencia que da vivir bajo la opción mayoritaria, aquello de “no sabes lo que te pierdes”, me gustaría responder que está en lo cierto. Sin embargo, también querría recordarle que no hace falta cometer una aberración moral de cualquier tipo para saber que es una conducta injustificable. Tristemente, en mi caso, sí sé lo que me pierdo porque a lo largo de mi vida he sido omnívora, vegetariana y, finalmente, vegana. Y es que llegar al 26 de julio de 2009 ha sido un viaje que ahora se me antoja demasiado largo.

¿Por qué he tardado tanto?




Omnivorismo o “Porque siempre se ha hecho así”

Nací en una zona muy industrial de Gipuzkoa, pero de niña pasaba todas mis vacaciones en un pueblo rural de Castilla (la palabra rural se queda muy corta. A la izquierda del siglo XX sería bastante más preciso). Unos 3 meses largos. Casi un tercio del año. Por lo tanto, fui prácticamente una “niña mestiza”, hija de la ciudad y de eso que se malentiende como “la vida en el campo”. A diferencia de mis compañerxs de colegio, nunca pude mirar un aséptico trozo de cadáver empaquetado del super o un brick de leche con su misma ingenua indiferencia. Sabía de dónde venía y que formaba parte de alguien y no de algo. Conocía su verdadero precio y no me gustaba. Tenía introyectado, desde que podía recordar, todo un mapa sensorial de la crueldad: los escalofriantes chillidos de los cerdos y el nauseabundo “eau de matanza” navideño, con su recordatorio en forma de tripas que, como guirnaldas grotescas, ocupaban las cocinas de la casa; podía intuir el dolor del castigo que recibían las vacas, cabras, ovejas y, sobre todo, lxs burrxs, si no se sometían voluntariamente a las sádicas, egoístas y estúpidas demandas esclavistas de algún humano embrutecido; Era consciente del miedo que se respiraba en el destino de las gallinas que dejaban de ser “productivas” y pronto descubrí que aquellxs cabritillxs y corderitxs tan monxs, que nos enseñaban a lxs niñxs el 20 de diciembre, no vivirían para ver la mañana de navidad (el colmo del cinismo y la crueldad. Presentar a bebes de dos especies distintas para que jueguen y, posteriormente, degollar el cuello de una de ellas y servírselo de cena a la otra. Doble traición).




Nunca comprendí por qué estaba siendo traicionada. Los otros animales que vivían en la casa para mí siempre fueron una extensión no humana de mi familia biológica. Mi tribu. Lo más parecido que nunca conocería a tener hermanxs. Porque sí, en esto fui muy diferente de la media: crecí marcada por la tragedia. Mi padre y mi hermana murieron en un accidente de coche cuando yo solo contaba con 9 meses, así que la persona que estaba destinada a vivir en una familia ligera o moderadamente disfuncional murió y nací Ms Neurotic yo. Aunque me querían (y sobreprotegían) mucho, todas las personas adultas que me cuidaban, a menudo estaban abducidas por la titánica tarea de sobrevivir. Nunca hubo alegría, ni risas, ni expresiones físicas de ternura en mi casa. No fue culpa de nadie. En el ADN familiar faltaba todo lo relativo a la expresión afectiva y es imposible dar lo que no se tiene, lo que nunca se ha aprendido.




Ante este desolador panorama, parecía destinada a padecer algún trastorno psicológico muy grave y a heredar la “inexpresividad autista” familiar. Afortunadamente, a pesar de muchas, demasiadas secuelas, no fue así. Y eso se debió, en gran parte, a que varios héroes y heroínas acudieron al rescate: gatxs, cabras, perrxs, burrxs y gallinas (y poco después, la música, la literatura y el cine). Los animales no humanos me enseñaron a mostrar y recibir afecto y fueron lxs mejores maestrxs de mindfullness y “carpe diem” que he conocido jamás. Pronto aprendí que, incluso en condiciones de esclavitud, los bebés de la ganadería extensiva, a diferencia de sus resignados y tristes padres, se sentían felices únicamente por existir y tener todas sus necesidades básicas cubiertas. Por lo tanto, la felicidad podía ser, simplemente, no sentirse enfermx, ni hambrientx, ni amenazadx. El colmo del anti-neuroticismo. ¿Por qué lxs humanxs nos complicábamos tanto?




El primer gran insight (darse cuenta) llegó con 7 años, cuando mis tíos me sirvieron para comer el tierno conejito que había acariciado un par de días antes. Con mi lógica infantil, no entendía la gratuidad de aquel conejocidio. Aquello era completamente nuevo. Repasemos: vacas, ternerxs, cerdxs, cochinillxs, cabritxs, corderxs, gallinas, peces, pollos… ¿Es que no nos comíamos ya suficientes inocentes? ¿eramos realmente omnívorxs o estábamos más cerca del carnivorismo de lo que pensaba? Ante tanta indignación y duda, me negué en redondo a engullir aquel cadáver y a todos los de su especie para siempre, y con mi primer paso hacia el vegetarianismo llegaría la fase del “¿por qué…?”, que, básicamente, duraría toda mi infancia. Sin embargo, ante el “¿por qué comemos animales si yo soy más feliz zampando patatas fritas?”, siempre obtenía la misma (digámoslo) respuesta de mierda:

“Porque siempre se ha hecho así”.

A una mente infantil, no contaminada aún por el peso y el poso de los convencionalismos absurdos y costumbres rancias de miles de años de historia, aquella respuesta le resultaba de la misma sofisticación y catadura intelectual que la caprichosa (e insustancial)  “porque yo lo digo y punto”. Y pasaron los años y nadie fue capaz de darme un argumento de peso. Conclusión: Patatas fritas:1; carne:0.




Mis amigos del pueblo (si, en masculino), todos mestizos, como yo, me dieron otro empujoncito fuera de la “Carnaca-zone” al alcanzar la asquerosa adolescencia. Al parecer, la dieta altísima en proteínas animales típica de la zona no satisfacía sus necesidades nutricionales (aún hoy, es difícil encontrar un restaurante de la Castilla profunda cuyo menú no se base en cochinillo, cabrito y cordero asado), por eso, muchos de ellos, durante sus vacaciones, se dedicaban a lo que comúnmente se conoce como cazar y yo llamo “psicopatía legalizada”. Lo de menos era ser menor de edad, tener permiso o no, estar en temporada de caza o ser un frustrado “pseudo macho alfa” en potencia. “Cosas de chicos” decía todo el mundo, como si fuera una ley universal o un mantra. Ante mis horrorizados ojos, ranas, pequeños mamíferos y aves de todo tipo eran masacradas sin piedad y lxs gatxs, esxs seres repudiadxs que para muchxs neandertales eran poco menos que “secuaces de satanás”, se utilizaban como dianas de tiro (Jamás olvidaré ni perdonaré que mi gato Oscar sufriera un dolor inimaginable y perdiera un ojo por culpa de los abyectos rituales iniciáticos de esta masculinidad tóxica). Aunque tal vez, el colmo del horror era el abyecto asesinato nocturno de gorriones. En plena época de cría, raptaban y asesinaban a los padres y madres dentro de los nidos provocando que lxs abandonadxs bebes, más temprano que tarde, murieran de inanición.




La crueldad gratuita del especismo medieval era tan insoportable en aquel lugar que contaminaba hasta aquel “purísimo aire de montaña”. Por mucho que lo intentara, no podía sacudirme de encima la certeza de que el mundo estaba profundamente enfermo y equivocado y, sobre todo, de que era injustificable y vergonzosamente cruel con las criaturas de otras especies. Además, mis circunstancias vitales me habían hecho descubrir el dolor demasiado joven y cualquier gramo extra me resultaba insoportable. ¿Qué podía hacer yo para no contribuir a añadir más sufrimiento gratuito a este mundo?




Tenía que tomar una decisión. La disonancia cognitiva me estaba comiendo viva. Estábamos a finales de los 90 y el termino veganismo ni siquiera había cruzado los mares. No conocía a nadie que fuera vegetarianx, más allá de alguna celebrity extranjera, ni a ninguna asociación local; No tenía apenas información (la explosión internetil aún estaba por llegar) y a todo el mundo aquella decisión tan “excéntrica” le parecía un suicidio, pero comiendo animales sentía que estaba siendo una hipócrita, traicionando, no solo a la persona que creía ser, sino, sobre todo, a los seres que me habían dado más de que yo, posiblemente, pueda devolverles nunca. ¿Qué diferencia había, en realidad, entre comer conejxs, cerdxs, vacas, gatxs o gorrionxs? Absolutamente ninguna. Así que, conseguí varios books sobre vegetarianismo, confirme que era nutritivamente viable y pensé: it’s now or never. No podía esperar a la adultez y a acabar reprogramada, encallecida y alienada por miles de años de homus especistus. Not me. ¿Que siempre se ha hecho así? Como dicen en El laberinto del fauno:

- La puerta está cerrada.
- En ese caso, haced vuestra propia puerta.

Y la hice.


To be continued…






*

Sunday, May 22, 2016

Cosas que no decir a un/a vegan@ #6 : “¡Es ley de vida! ¡Ya has pasado por eso!”




Imaginen, por un momento, que a una persona que acaba de romper con su pareja intentaran consolarla con un “¡Es ley de vida! Ya has pasado por eso!” ¿Y si el anterior ejemplo se aplicara a alguien que ha perdido a su abuelo? ¿Y a un inválido al que le van a amputar su única pierna sana? Demencial, ¿no? Entonces, ¿por qué es precisamente este el argumento recurrente cuando alguien se enfrenta a la pérdida de un amig@ no humano?

Nadie perdonaría semejante falta de empatía y sensibilidad por muy bienintencionada que pareciera, cuando el objeto de sus preocupaciones fuera otr@ ser human@ (tu dolor se percibe, más bien, con la cómoda asepsia de quien se compadece de ti porque te ha tocado un vecino saxofonista o la declaración de la renta, ese año, te hubiera pegado un sablazo). Sin embargo, los consejos teñidos de especismo están, tristemente, tan a la orden del día que, la mayoría de las veces, no queda más remedio que morderse masocamente la lengua por aquello de no entrar en discusiones estériles y dolorosas.




Posiblemente, si tu herman@ de otra especie está enferm@ o ha alcanzado una edad avanzada y l@ pierdes, enfrentarse a las etapas del duelo  (negación, ira, negociación, depresión y aceptación), carezca de ese elemento sorpresa y su consecuente estado de shock en la primera fase, pero aún quedan 4 y medio dolorosamente  amargas por superar (y que dependerán de muchos elementos y circunstancias que, como el agua de Heráclito, nunca serán las mismas dos veces).

Más que el hecho de que te planteen la insultante e insensible posibilidad de que duela menos perder a un familiar o un amigo siempre que no sea humano, si ya has pasado por una experiencia similar, existe un fóbico trasfondo en esta cuestión que nadie quiere admitir públicamente. Y es que se trata de una de las certezas más dolorosas y categóricas que existen: cada ser es único e insustituible y lo que se pierde, se pierde para siempre.




En lugar de tirar de impersonal formuleo desgastado, por una vez, me encantaría que al enfrentarse al (potencial) duelo de otras especies, los conocid@s/familiares/amig@s fueran capaces de mirar a los ojos y decir, de corazón, cosas como “Sé lo que _____ significaba para ti. Es una putada y no es justo, pero estoy aquí para lo que necesites” o “Lo siento mucho. Ojalá pudiera asumir, por un rato, parte de ese dolor y tristeza y ayudarte en este horrible proceso” o “No me cabe ninguna duda de que, tarde o temprano, seguirás queriendo a _____ sin que te duela”.

Ay, si la vida fuera, a veces, un guión de una obra de teatro o una película, que pudieras reescribir e ir repartiendo por doquier…






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Monday, February 22, 2016

Esa implacable y sempiterna espada de Damocles




El/la insólit@ vegan@ de principios del siglo XXI, escudad@ tras su cruzada aparentemente quijotesca, pasa a convertirse,  en la mayoría de los casos (y mal que le pese), en el/la única de su círculo (es decir, de sus amig@s, de sus familiares, o incluso, de su pueblo/barrio), en haber abrazado esta filosofía y estilo de vida. Sin siquiera proponérselo, ha pasado a encarnar ese rol tan injusto, solitario y desagradecido que nadie debería encarnar jamás: “un ejemplo de”.

Y como “representante oficial” del veganismo siente la obligación y la responsabilidad de mostrar a esa, casi siempre hostil, lapidaria e insolidaria mayoría, que sus miedos y prejuicios están totalmente injustificados y que no hay nada más saludable, inteligente y justo que su estilo de vida para salvar al planeta y a todos los que lo habitan. Y todo mediante una sonrisa “jolibudiense”, la flexibilidad y delicadeza de una bailarina y la templanza y sabiduría de Yoda, durante todas las horas del día.




Y no hay interacción social en la que no se le ponga a prueba, en la que los focos de la galería no le enfoquen en exclusiva y no pueda, ni por un segundo, dejar de representar el papel de perfect@ vegan@. Por lo tanto, pobre de él/ella si no posee una licenciatura en nutrición humana y dietética y/o no es especialmente elocuente en sus discursos (“No me has convencido. Somos omnívoros, hay que comer de todo y siempre se ha hecho así”); si tiene algún kilo de más (“¿Pero los veganos no se supone que tenéis que estar delgados?”); si, por algún motivo, se harta/quema y/o pierde los papeles ante comentarios hater (¡pero qué bordes e intransigentes son todos los veganos!); o, si, ¡oh ultraje!, cae preso de algún virus o molestia ocasional (“¿No se suponía que vosotros no enfermabais jamás?”).

Porque hay una espada de Damocles que pende incesantemente sobre la cabeza del/de la vegan@, y que probablemente, y a menos que el mundo sufra una transformación radical, seguirá cumpliendo su sádica misión durante el resto de su vida: la posibilidad de enfermar. Y es que su salud,  más que cualquier otro aspecto de su comportamiento y de su lifestyle, se convierte en su mejor carta de presentación. Ya lo dice el introyecto social más extendido: si se es vegan@, hay que estar más sano, esbelto, vigoroso y lozano que el resto de los mortales. Obligatoriamente. Categóricamente. Siempre.




Desde que dejó de consumir animales y sus subproductos, probablemente el/la veggie ha convivido con perversas y brujeriles amenazas de enfermedad perpetradas por sus rencorosos, agoreros y nada comprensivos conocidos, así que vive con miedo constante de pillar, incluso, un simple resfriadillo que demuestre a la ruidosa mayoría que está en lo cierto, que eso del veganismo es una patraña perroflautil y que no hay nada de saludable y especial en esta “radical dieta llena de restricciones y limitaciones”.

Y desde este humilde rincón, harta de interpretar el papel de Super Green Woman, me pregunto: ¿qué ignorantes desaprensivos, bien sean veganos, carnívoros, omnívoros u flexitarianos, inflaron y siguen inflando ese falso y peligroso globo que asegura que la salud y el bienestar dependen, casi exclusivamente, de la dieta? ¿Por qué seguimos montando sobre él y permitiendo que nos lleve a todas partes sin cuestionárnoslo siquiera? ¿En qué momento ser humano, con sus vulnerabilidades, defectos, inconstanteces y contradicciones, aparentemente, ha pasado a convertirse (casi) en antónimo de ser vegano?







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