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Thursday, February 03, 2022

Carta abierta a la Universidad de Barcelona y al Parc Cientific De Barcelona

 



Estimadxs señorxs,

 

Me dirijo a ustedes en referencia a su futuro y muy planificado asesinato de 32 cachorrxs de raza Beagle.

En la universidad aprendí que los pilares fundamentales del método científico eran la fiabilidad y la validez. La Experimentación Animal no cumple ambas variables. Solo es un método arcaico pseudo-científico, cruel, anti-ético e inútil. ¿Por qué mirar al futuro e invertir en métodos alternativos rigurosos (éticos, válidos y fiables) cuando pueden seguir perpetuando la barbarie y la anti-ciencia? ¿Qué motiva esta investigación, en realidad, para recurrir a los servicios de Vivotecnia, una empresa acusada de espeluznante maltrato animal y protagonista de un escándalo internacional? ¿Pretenden hacernos creer que no había otras opciones? ¿Es este infierno de torturas y vejaciones su fuente de ciencia rigurosa, su “el fin justifica los medios”? ¿A quién pretenden engañar? ¿Cuánto tiempo más van a seguir justificando lo injustificable?



En vista de que su decisión parece definitiva e irrevocable, con esta masacre, su única aportación al mundo (científico o no) es que la “pela es la pela”, y que una institución que debería ir a la vanguardia (y cuyo referente debería ser la sociedad y no el mercado), en realidad, se erige en lo peor y lo más rancio de nuestro sistema. Causar dolor y muerte innecesaria  e inútilmente en aras de un interés farmacéutico injustificable (siempre disfrazado de ciencia, of course) es un rasgo que encaja en la personalidad que nutre nuestro sistema caníbal, enfermo y suicida: la psicopática.

Si, como universidad, esta es su lección internacional, gràcies.

Atentamente,

A.





Saturday, December 11, 2021

Una historia de navidad

 



Mis vacaciones infantiles solían tener 3 colores: blanco, verde y amarillo. Las primeras navidades que recuerdo eran tan blancas que lograron que olvidase el “verde semana santa” y “el amarillo verano”. Para una niña del norte el norte donde el paisaje era “unicolor”, el clima mucho más benévolo y la nieve una feliz excepción, el inmaculado manto salmantino de mi "pueblo origen" resultaba… mágico.

Sin embargo, las navidades distaban mucho de ser idílicas. Y no sólo por el viento y el frío glaciar de aquel lugar a demasiada altitud y dejado de la mano de todxs lxs diosxs. Algo olía a podrido en aquella “Dinamarca”. O, para ser exactxs, a muerte. La navidad era sinónimo de matanza y esa mala energía flotaba por todos los rincones, contraatacando, en un pulso infatigable, al ingenuo espíritu navideño. Eau de Nöel vs Eau d’abattage. Eau de Navidad vs Eau de matanza. ¿Cuál ganaría?




Tengo la hipótesis de que el contacto con la cruda realidad de los productos animales desde la más tierna infancia, despojarlos de la distancia y fría asepsia que tienen para un/a niño de ciudad, o te embrutece o te insensibiliza. No hay punto medio.                                   

Recuerdo los chillidos de lxs cerdxs. Aún desde todas las distancias. Manos, cojines, auriculares, televisores. Cuando el sonido del pánico penetra en los oídos como un enjambre de avispas y se aloja en una suite del hipocampo, ya no desaparece nunca.

Tengo muy presentes, también, las vísceras, tripas pestilentes y obscenamente rosas invadiendo espacios, y secándose por demasiados rincones de la casa como invitadxs reptantes no deseadxs. Mis familiares me aseguraban, satisfechxs, que aquellas fundas-vísceras algún día se convertirían en chorizos, salchichones y adobados, como si aquello fuera una justificación universal. Pero yo, que nunca sentí el más mínimo interés por los embutidos, seguía sin entender qué mecanismo compensaba e instaba a repetir, año tras año, aquel repugnante y tedioso proceso.




Sin embargo, lo peor estaba por llegar. 1 o 2 días antes de nochebuena, lxs niñxs éramos sometidxs siempre al mismo ritual: la visita al corredor de la muerte. Algún ser querido nos llevaba de la mano a ver a lxs delicadxs corderitxs y cabritillxs. Sólo un/a niñx psicópata podría ser indiferente ante unos seres tan irresistiblemente adorables, bellos y peluchiles, que no sólo reflejaban, sino potenciaban tu propia inocencia infantil. El mundo era más bonito en su presencia, como si todas las esquinas rasposas se hubieran cubierto, súbitamente, de algodones. Cuando yo miraba a un/a corderx o cabritillx, veía un/a potencial compañer/a de juegos, a una infancia diferente, a un/a amigx.

Poco sospechaba que aquel tierno ser tenía las horas contadas en este planeta, únicamente por haber cometido el “delito” de nacer de otra especie. Aquello era el colmo de la inhumanidad. ¿Qué clase de sociedad psicópata hace que te encariñes con otrxs niñxs o bebés, para 2 días más tarde, asesinarlxs y servírtelos de cena? Independientemente de quién emitiera sentencia y blandiera el cuchillo, ¿por qué este crimen deleznable era perpetrado, con premeditación y alevosía, por seres que supuestamente te querían y debían cuidarte y protegerte?




En aquel único encuentro convergían tres traiciones: a la futura víctima, que apenas había llegado a este mundo y se creía ingenuamente a salvo; a lxs niñxs humanxs, cuya inocencia se traicionaba, robaba y corrompía irremediablemente; y a la justicia y el sentido común.         

Supongo que, dentro de lo espantoso, tuve suerte. Mis abuelxs habían abandonado la cría de ovejas antes de que yo naciera, y “solo” tenían cabras. Por lo tanto, nunca cenamos bebés de cabra. En mi familia nadie era capaz de rebanar un cuello (he visto llorar a mi tío en más de una ocasión al vender sus cabritxs y ser testigo de cómo eran metidos brutalmente en sacos, como si fueran cosas), pero si se servía cordero por navidad. No pasaron muchos años antes de que fuera plenamente consciente de mi involuntaria complicidad en aquel delito: no sólo me estaba comiendo a bebés que querían vivir, sino que me estaba zampando a lxs amigxs de otrxs.

Y otro insight infantil me sacudió como un trueno: para cuando te conviertes en adulto tu corazón se ha endurecido tanto que te transformas en un ser desconectado de su esencia, alguien que, trágicamente, ha desaprendido lo básico. No esperes demasiado a ser tu misma o será mucho más difícil escapar de ese “ejercito de zombies”.




Y esperé un poco, pero no demasiado. Dejar de comer bebés había sido el primer paso pre-adolescente, pero cuando el pato Ferdinand anunció horrorizado “Christmas means carnage!” (“¡la navidad significa muerte!”) en la película Babe, supe que había llegado el  momento de desterrar del menú bastante más que a los bebés: a cualquier tipo de animal, 365 días al año, durante el resto de mi vida.

Como veis esta historia tiene dos finales. Ninguno de los dos es, precisamente, feliz, pero uno de ellos, el de mi yo opresor, al menos, sí es un final FINAL.

Que paséis una justa, solidaria, verde, constructiva, empática y feliz navidad.




Ilustraciones de Jo Frederiks, Sara Sechi, Dina Farris Appel y ¿?


Tuesday, January 26, 2021

Otro día más en Vystopia

 



Vystopia (*):

1. Crisis existencial experimentada por lxs veganxs, que surge de la conciencia/estado de shock de vivir en un mundo distópico.

2. Conciencia de la codicia, la explotación animal omnipresente y el especismo en una distopía moderna.

 

A veces el despertador ofrece unos minutos de tregua, pero tarde o temprano, aparece esa certeza plomiza, insoportable, al más puro estilo Bill Murray en Groundhog Day. Y es que nada ha cambiado. Aún estás en Vystopia y, otro día más, tendrás que sufrir el mismo bombardeo de atrocidades oportunamente oculto tras el especista velo de la indiferencia, la normalización y el autoengaño. Y casi puedes escuchar las voces de la radio-despertador dentro de tu cabeza:

-Bien, excursionistas, ¡arriba! Despertad y no olvidéis los descansos porque hoy hace frío.

-Hace frío todos los días, ¿dónde creías que estabas, en Miami?




 

Hace frío todos los días

Si desayunas con la radio, la tele o haciendo scrolling en cualquier TL de una red social (Twitter, Facebook, instagram, Tinder?), no solo aparecerá la publicidad infecta de cadenas de comida rápida o de sangrientas ofertas de supermercado, sino que siempre habrá algún/a usuarix dispuestx a demostrar al mundo lo supuestamente irresistible que resulta el trozo de cadáver y/o de subproducto animal que va a meterse entre pecho y espalda, no vaya a ser que sus followers duden sobre qué bando ha escogido en la espectro de la ética… y de su propia extinción.

Una vez en la calle, no es necesario caminar demasiado para encontrarlas. Carnicerías y pescaderías, alterando el campo gravitatorio de las calles, contaminándolo todo con el hedor más nauseabundo que existe: el de la muerte de seres que no querían (ni debían) morir. Observando a la gente entrar y salir de estos negocios-patrocinadores legales del holocausto, con la impasibilidad e inconsciencia más absolutas, de repente, recuerdas al lúcido vampiro protagonista de Only lovers left alive y haces tuyas sus palabras: “Estoy cansada de esto: de lxs zombies, de lo que le han hecho al mundo y del miedo de su propia imaginación”.

Es cierto. Zombies puede parecer un término insultante y agresivo. Al fin y al cabo, casi todxs hemos sido habitantes de Meatland en algún momento. Sin embargo, ¿cómo llamar a las personas con nulo sentido ético y crítico que rechazan e ignoran deliberadamente, en pleno pre-apocalipsis, no solo la información básica, sino su propia responsabilidad de cara al hundimiento de nuestro “Titanic”? ¿Suicidas kamikazes?¿esclavxs de Meatrix? ¿Stormtroopers neoliberales? Lo mismo da. Ellxs son, con diferencia, la píldora más difícil de tragar de esta Vystopia.




 

Stormtroopers neoliberales

En el trabajo o en clase, el día no remonta. Tarde o temprano el especismo asomará el pie, la pierna, o el cuerpo entero: en forma de argumento y/o de cuestionamiento burlón desde la tiránica mayoría; de verdad monolítica, insensible e irreflexiva aprendida desde la cuna o, simplemente, de almuerzo. Porque el hecho de que tú seas veganx (el fastidioso e ingrato recordatorio viviente de una minoría aguafiestas), no va a cambiar ni un ápice sus costumbres diarias (si quedáis para comer ocasionalmente, la cosa cambia y, probablemente, seas tú quien escoja el restaurante). Lo habitual es que, cada vez que les apetezca, tus acompañantes, bien sean colegas, compañerxs, amigxs o familiares, engullan, en tu presencia, cualquier ser que previamente haya caminado/nadado, o a tomarse un café/helado hecho con leche para ternerxs, sin siquiera cuestionarse lo agónico que eso puede resultarte. Mientras tanto, tu único mecanismo de defensa será poner una (con voz de Lady Gaga) “Po-po-po-poker face”. Después de todo, lo “normal, aceptable y necesario” son sus enraizados y mercantilizados hábitos omnivoriles. La “rarita” que “debería adaptarse” continua y esforzadamente al resto, eres tú.

Si tienes suerte, incluso, puedes escuchar uno de tus vegan hits favoritos, en directo y primera fila. Todxs lxs no veganxs lo cantan. Inconscientemente, con las mejores intenciones, y casi siempre sin maldad: “un café con leche de soja/avena para ella y otro con leche normal para mí”. Claro. Porque la “leche normal” es la que toman individuos adultos, bien pasada su época de lactancia, robada vil y asquerosamente a madres violadas de otra especie y a sus bebés. Una leche que es una bomba hiper-mega-nutritiva, cargada de hormonas, sangre, pus, orina y antibióticos, potencialmente cancerígena, con más componentes de los que podemos asimilar. Un fluido de crecimiento diseñado por la naturaleza para convertir a un/a terneritx de 30 kg en un/a toraco/vacaza de 1000 kg. “Leche normal”, of course. ¡Qué bien ha hecho su trabajo la abominable industria láctea durante décadas!    




 

Lo “normal” 

Pasado el mal trago puede que consigas refugiarte en un libro o en una película. Sin embargo, ¡oh asquerosa realidad!, cuando menos te lo esperas, algún personaje cocinará animales o sus subproductos, montará a caballo, matará o engullirá cadáveres, irá a pescar/cazar, llevará pieles/plumas o acompañará a un animal obligadx a ser actor/actriz, haciendo cosas que no son agradables ni naturales en su especie (cargando con peso, transportando humanos, haciendo gracietas estúpidas, etc), en quién sabe qué condiciones de rodaje. Y sabes que el mundo no será un lugar justo hasta que absolutamente todos y cada uno de los animales que aparezcan en cualquier historia audiovisual sean generados de forma digital. Y, al mismo tiempo, también admites, con extrema amargura, que tu opinión es tan impopular, que hay espectadores y criticxs capaces de ver cómo degüellan a otro ser vivo en pantallaza grande, no inmutarse en absoluto y después tener la vergüenza pétrea de calificar como “sensible y lírico” al film en cuestión (Naomi Kawase, el doble capricidio de Still the water no te lo perdonaré jamás. JAMÁS).




 

Opinión impopular

A estas alturas del día (y de tu propia película) sientes cierto grado de burn out, desgaste o agotamiento emocional. Probablemente, incluso, hayas tenido que reprimirte para no estrangular con tus propias manos a quien sabe cuántxs zombies omnívorxs. Si te ha tocado día de supermercado, es posible que te arrepientas, incluso, de no haberte llevado tu espada laser. Y si, sonríes amablemente a todo el mundo como una venerable anciana jedi, pero, internamente, la usarías sin pudor contra todos lxs clientes de las secciones cárnicas y pescadoriles, y te lanzarías alegremente a rebanar cabezas en los pasillos de huevos y lácteos, al grito de: “¡Toma muerte ética, sith mamonazi!”.

Una desconocida doble ley de Murphy vegana de supermercado es: 1) La sección de productos veganos/éticos debe estar, necesariamente, pegada al repugnante pasillo de los jamones y/o de las carnes para que evitarlo resulte total y completamente imposible; y 2) Lxs clientes con nula ética y eco-conciencia y peores hábitos alimenticios deben situarse, obligatoriamente, por delante y detrás del/a cliente vegan en la cola de caja, de tal forma que estx últimx no solo sea doloroso e impotente testigo de cómo la dieta del holocausto, del cáncer y del cambio climático va desfilando impunemente en la cinta transportadora, sino que, para colmo, lxs clientes pre-extinción tendrán la desfachatez de hacer la compra del mes y no llevar ni su propia puta bolsa.




 

Doloroso e impotente testigo

Pero eso no es todo, amigxs, porque internet, por mucho que te resistas y escondas, siempre tiene sorpresitas horrendas que obsequiarte antes del final del día: nuevos y contundentes estudios que demuestren, una vez más, el incuestionable vínculo entre ganadería y apocalipsis climático (y que serán ignorados por un numero nada desdeñable de “ecologistas oxímoron” defensores de la ganadería extensiva, obsesionadxs, únicamente, con eliminar los combustibles fósiles), proyectos de nuevas macrogranjas “matalotodo”, subvenciones al lobby ganadero (y/o cazadoril) de quienes nos gobiernan (y que, cínicamente, prometieron luchar contra el cambio climático), amén de una avalancha insoportable de casos de abandono, crueldad y tortura animal, crímenes psicópatas horripilantes e inenarrables, casi siempre impunes, que te perseguirán durante mucho tiempo en tus pesadillas, entre otros “Más difícil todavías”.




 

Más difícil todavías

Todos los días Muchos días necesitas un abrazo desesperadamente, pero, al mismo tiempo, también eres víctima de un extenuante síntoma vystópico: cuanto más tiempo habites en un mundo profundamente enfermo, cruel y pre-apocalíptico, viviendo a contracorriente (es decir, intentando hacer lo correcto y lo más justo para todxs), en incomprensible minoría, más lejos te sentirás de los seres queridos que aún vivan en Meatrix. Hasta el punto, incluso, a echarlos dolorosamente de menos. Si eres creativx, quizá, consigas sublimar, hasta cierto grado, tu frustración. En mi caso, a veces, transformo este sentimiento en poesías como esta:

 

“Entre tú y yo

hay un cuchillo de distancia,

el carnaval del absurdo,

la barbarie.

Un cuchillo que construye Treblinkas,

perfila desigualdades

y socava las entrañas

de la Madre…

[…]

A menudo

necesito cogerte de la mano

en este laberinto

de distancias siderales,

abrazarte

con el abandono

de lxs niñxs y las olas.

Pero cuando me acerco

me acecha un filo metálico

y he de encontrar la distancia óptima

(que no existe)

o diseñar un nuevo escudo

(que nunca funciona)”.




  

A un cuchillo de distancia

E, irónica y tristemente, debes considerarte una persona afortunada si vives solx y, al final del día, al abrir el frigorífico o un armario buscando comfort food comida, no encuentras ningún alimento hecho con crueldad en ningún estante. Y es que las posibilidades de encontrar una pareja afín con quien compartir y construir tu vida, aquí y ahora, no solo son escasas, sino casi negativas en Meatrix. Por lo tanto, además del sentimiento de desubicación, estupor, desgaste, aislamiento, ansiedad, depresión y demás síntomas de nuestro querido Vystopia mode, hay otro con el que resulta imposible no tropezarse, en todos los ámbitos: la soledad. El mundo castiga a lxs rebeldes, desgastándolxs por los ángulos más dolorosos posibles, pero, al mismo tiempo, también ha demostrado, rotundamente, que “No es signo de buena salud estar adaptadx a una sociedad profundamente enferma”. En este momento excepcional y terrorífico de la historia, solo existen dos lugares diametralmente opuestos en los que vivir: el autoengaño irresponsable, inmoral, suicida y con fecha de caducidad de Meatrix y la odisea dolorosamente lúcida y ¿quijotesca? de Vystopia. El primero nos está matando. El segundo dejaría de existir, simplemente, si los humanos tomaran la pastilla roja. Según los datos de los últimos estudios de impacto ambiental (que finalmente valoran, en su justa medida, la importancia del metano como acelerador número 1 del cambio climático), podría ser la única esperanza de la humanidad.

Llegadxs a este punto, si aún eres no-veganx, ¿opinas que no merece la pena padecer vystopia, que la “estrategia avestruz” es menos dolorosa o que ya darás el paso “cuando lo haga todo el mundo”, a pesar del abominable holocausto animal, de la amenaza del colapso climático y de la certeza posibilidad de futuras pandemias? ¿Acaso no merece la pena pagar el precio “síndrome cuento de la criada” o “complejo de Sarah Connor” AHORA, sabiendo que eso nos evitaría males mayores, y garantizándonos la posibilidad de un mundo justo, libre, empático y habitable para todxs MAÑANA? Entre el veganismo o la barbarie, entre colapsar mal o colapsar bien, ¿qué escoges?

“Ven conmigo si quieres vivir” (**) o, lo que viene a ser lo mismo: Please, go vegan!

 

 


 

 

(*)Término acuñado por la psicóloga Clare Mann.

(**) Cita del film Terminator (1984)

Ilustraciones de Jo Fredericks, Pawel Kuczynski, Jackson Thilenius y Roger Olmos.

 

*

Tuesday, November 17, 2020

Carta a mi yo del 2035

 




Aloha!

 

Te escribo a finales de 2020, en plena pandemia de Covid-19. Hasta la fecha, ha sido, con diferencia, el peor año de tu vida, a pesar de que la competencia con los años anteriores (especialmente el 2017), ha sido brutal. Me gustaría pensar que lo recuerdas como un mal sueño y que desde entonces han pasado cosas buenas y esperanzadoras para todxs, pero mi intuición me dicta que este principio de década solo ha sido el gran punto de inflexión, aquel en el que comienza a cumplirse la “profecía autocumplida” de tu nombre: el principio del fin.

A menudo siento una mezcla de envidia y lástima cuando leo y escucho los planes a largo plazo de la gente. Están convencidxs de que en los próximos 10 años, por ejemplo, podrán seguir comiendo exactamente lo mismo y viviendo, viajando y consumiendo de la misma irreflexiva e irresponsable forma. No puedo evitar pensar que o bien todas esas personas tienen un (elitista) planeta B reservado para cuando llegue el colapso, o bien desconocen, consciente o inconscientemente, la magnitud y gravedad de un problema que, irremisiblemente, ya nos está destrozando. 

 



Cuando somos muy jóvenes pensamos, ingenuamente, que lo peor que nos puede suceder es envejecer. ¿Acaso hay algo más devastador y doloroso que la pérdida paulatina de todo lo que somos y de los seres que más amamos? Sin embargo, en este convulso y terrorífico momento de la historia, a diferencia de todas las generaciones anteriores, sabemos que la respuesta a esa pregunta es afirmativa. Sí, hay algo peor que la pérdida de salud, esperanza, ilusiones, facultades, vínculos, oportunidades y seres queridos: que todo lo anterior ocurra en un planeta colapsado y devastado, mientras todo lo construido en 2000 años de civilización se derrumba.

No puedo ni comenzar a imaginar el infierno apocalíptico que supone ser testigo impotente de todo eso. Es, literalmente, tu peor pesadilla. Todas las causas que apoyas, esas por las que tú, y otrxs antes (y mejor) que tú, habéis batallado durante décadas (el antiespecismo, el feminismo, el antifascismo, el antirracismo, los derechos LGTBI, la eterna lucha contra la injusticia y opresión, en suma), no solo sufrirán una involución, sino que serán progresivamente aniquiladas por la guerra más acuciante, brutal y letal de todas: la supervivencia.




Hay tantas preguntas que me gustaría hacerte, pero que, al mismo tiempo, me aterran. ¿Hemos superado ya los 2 grados respecto al periodo preindustrial? ¿Cuándo se supo, con certeza, que habíamos alcanzado el punto de no retorno? ¿Cuántas guerras por recursos básicos han estallado? ¿qué zonas del planeta son aptas para la vida? ¿cuántas hambrunas y pandemias han sacudido ya el mundo? ¿es irreversible la progresiva muerte de los árboles? ¿cuántas especies han sobrevivido? ¿en qué año murió el Amazonas y el resto de paraísos naturales, básicos para la buena salud y supervivencia de la vida?                      

Ignoro si se han cumplido los peores pronósticos o solo los relativamente malos, pero no me cabe ninguna duda de que en 2035 la vida será infinitamente peor y extremadamente dura para todxs.




Tal vez te enfades conmigo al leer estas palabras y me envíes un tortazo retroactivo por no estar disfrutando de las cosas positivas que aún quedan en el mundo, a principios de la tercera década del siglo. Tú, desgraciadamente, ya no tienes ese lujo (de hecho, puede que no tengas ningún lujo). Probablemente, hayan desaparecido cosas que ahora damos por supuestas, como viajar o ir al cine. Seguro que ya no puedes cantar, escribir, ver películas, leer, pasear junto al mar, o perder el tiempo intentando absorber idiomas. Es posible que tengas que alimentarte de lo que se pueda y malvivir precariamente en algún punto del planeta en el que aún sea posible habitar (Deduzco que la vida en la península ibérica, siendo uno de los puntos más afectados por el colapso climático, será bastante complicada. Incluso en un norte que, siendo optimistas, por esas fechas ya tendrá un clima subsahariano).




Aquí y ahora, como ya sabes, nadie quiere asumir responsabilidades, ni cambiar de hábitos. Siempre recuerdo la metáfora de un periodista que aseguraba que la humanidad es como un coche que se acerca, cada vez a mayor velocidad, a un muro o un precipicio. El conductor es el sistema capitalista, diseñado para apretar el acelerador en cualquier circunstancia, incluso a pesar del riesgo de suicidio. El copiloto son los lobbies que lo alimentan, como los combustibles fósiles y la ganadería, mientras que en los asientos de atrás, formales y calladitxs, van los serviles, desinformadores y cómplices de ecocidio medios de comunicación, junto a lxs líderes mundiales o las personas que nos gobiernan (y que, supuestamente, toman las decisiones). Ese coche sin control tiene un remolque totalmente blindado en el que viajamos todxs lxs demás: los seres humanos y todxs lxs habitantes de este planeta. La buena noticia es que el cristal de ese remolque es cada día menos opaco y, poco a poco, aumenta el número de personas que pueden asomarse y ver el apocalíptico destino al que nos dirigimos. La mala es aún no son suficientes para amotinarse y tomar el control del vehículo.




A pesar de estar casi en 2021, tras dos brotes importantes, no hemos aprendido absolutamente nada del Covid-19. El mundo se empeña, ciega y estúpidamente, en combatir los síntomas de esta pandemia (de origen zoonótico, como todas las epidemias y el 70% de las nuevas enfermedades que han surgido en las últimas décadas) con vacunas, en lugar de eliminar radicalmente las causas: el consumo de (sub)productos animales y el capitalismo voraz. La mayoría de lxs activistas climáticos, empecinadxs en la eliminación de los combustibles fósiles, se niegan a asumir la relación entre cambio climático y ganadería (este lobby contamina ya más que todos los transportes del mundo juntos). No habrá esperanza, ni vida digna sin veganismo. Incluso eliminando hoy mismo, drásticamente, el uso de todos los combustibles contaminantes, no sería suficiente. El camino hacia un mundo habitable pasa por nuestros platos (según lxs expertxs, nada impacta más favorablemente en la salud del planeta que un viraje al veganismo), pero pocxs quieren renunciar al jamón. Nuestros hábitos alimenticios y el desprecio hacia el resto de los habitantes del mundo, aquí y ahora, nos están matando: en forma de pandemias (de origen animal, insisto), eliminando barreras de protección naturales, como selvas y bosques, provocándonos enfermedades cardíacas, hipertensión, colesterol desbocado, algunos tipos de cáncer, etc. Consumir productos animales no es solo asesinato, sino, directamente, un suicidio.




Por todo lo anterior, me resulta imposible no verme abducida por el pánico, la incertidumbre, el rencor y la ira. La eco-ansiedad me ha tomado por el cuello y, básicamente, no me deja vivir. Cada vez que intento mostrar el paisaje desde el remolque a las personas que me rodean, reaccionan, bien con ira, acusándome de negativismo y crudeza “por amargarles el día”, bien refugiándose en la ceguera o el autoengaño, metiendo la cabeza bajo la arena de su responsabilidad individual, negándose a cambiar o exigir responsabilidades (la extinction rebellion seguimos componiéndola, a escala global, cuatro gatxs).

La inacción suicida de las personas que conozco actúa como un potente elemento alienante. Cada vez me siento más sola, frustrada, enfadada e impotente, incapaz de relacionarme con esas personas desde un lugar que no sea el rencor. Seguro que lo recuerdas a la perfección. Al fin y al cabo, no sólo peligran los seres que defiendes e intentas liberar o la vida como la conoces, sino tu propia existencia. En una suerte de “conspiración suicida”, alimentada por lxs ecocidas para seguir contaminando impunemente, la gente no quiere asumir que nadie va a salvarnos. El sistema no se va a destruir él solo. Los lobbies criminales seguirán empujándonos al suicidio, lxs líderes mundiales harán todo lo posible por mantener el statu quo y los medios de comunicación continuarán sin hacer su trabajo, parapetados tras su asquerosa campaña de desinformación. La única esperanza que tenemos, aquí y ahora, es la rebelión de los ocupantes del remolque, pero estamos fallando estrepitosamente. Faltan demasiadas “Gretas”. Y es que (casi) todo el mundo quiere Gretas en el frente, pero nadie quiere serlo.




Sin embargo, aunque el panorama, en 2020, sea terrorífico y desolador, el tuyo debe ser mil veces peor. Si a mí me resulta muy difícil reunir fuerzas para levantarme cada mañana, sola, aislada, en plena pandemia, lejos de todo y de todxs, sufriendo por la inacción de lxs responsables del inminente desastre, no me quiero ni imaginar cómo debes vivir tú. Ya no eres joven y posiblemente las malas condiciones de vida y la mayor exposición a enfermedades, hayan acelerado tu envejecimiento. Bien pensado, tal vez ni siquiera sigas aquí. Hay demasiadas cosas en tu contra durante el apocalipsis climático: alguna pandemia (letal), la contaminación, la resistencia a los antibióticos, la aparición de nuevas enfermedades, la hambruna, etc. Es curioso. Abuela murió con 95 años. Ama con 73. Nosotras, posiblemente, muramos mucho antes. La involución tiene un sentido del humor bastante macabro.

Me gustaría pensar que, si sobrevives, no estarás abducida por el pánico, ni te habrás convertido en una máquina de odio y rencor hacia la humanidad (lo único bueno que se me ocurre es que, por esas fechas, nadie acusará a los activistas medioambientales de catastrofistas, ni se burlará del veganismo). Me gustaría que, para entonces, ya hubieras desarrollado “un padre y madre internos” poderosxs (cosa que yo no he conseguido en todos mis años de vida) que te cuiden y protejan. Pero, si se cumplen las peores expectativas, vivirás desgarrada, sobrepasada por el brutal desgaste del David vs Goliat. Hasta ahora has sido fuerte (no te ha quedado más remedio), pero la vida te ha puesto demasiados obstáculos, demasiada soledad y demasiadas tragedias. No tienes la ventaja del colchón emocional del que disfrutan la mayoría. Todxs tenemos un límite y es más que probable que tú ya lo hayas sobrepasado.




Espero que en estos 15 años consigas arrancar, aunque sea breve y subrepticiamente, algún momento de consuelo y felicidad. Espero que encuentres personas nutritivas, inspiradoras, creativas, empáticas y comprometidas que te apoyen y te acompañen donde necesites. Espero que ames y que te amen, en cualquiera de sus formas (el amor romántico, en tu caso, es una utopía). Espero que la amargura, la desesperanza, la ira, el dolor y el pánico no te arranquen todo lo bueno que has construido, tu humanidad o tu esencia (En 2020 estabas empezando a ser consciente de la fuerza de tu voz. No lo olvides. No lo pierdas). Por mi parte, espero aprender a quererte y mimarte como no lo he hecho hasta la fecha (maltratándote con pensamientos tóxicos, autosaboteos, sufrimientos, rumias, autoaislamiento, exigencias, autoindulgencia, negación sistemática de tus rasgos positivos, etc).

Confieso que te escribo todo esto desde el patético 0,01 % de esperanza que me queda. Confiando en que estés relativamente bien y que nada terrible e irreversible haya ocurrido, ni en el mundo, ni en tu vida. Aferrándome, estúpidamente, a la ilusión de que mis palabras sean como el contra-hechizo que bloquee la maldición de un/a magx o brujx.

Nunca olvides a Viktor Frankl y su resiliencia. Recuerda. Pase lo que pase, tengas la edad que tengas: Eres valiosa. Eres única. Eres fuerte. Eres creatividad, talento, voz y corazón. Tienes mucho que decir y caminar. ¡Por favor, lucha! No permitas que te arranquen todo eso, ni siquiera con el repique de las últimas campanas.

No te quiere lo suficiente, pero lo intenta,

 

Amaia.

 

 



***

 

Lectura imprescindible: La pandemia, la crisis climática y los animales: liberación total para evitar la extinción


Sunday, November 24, 2019

Lxs perrxs, el lenguaje y el inconsciente colectivo





“Cuídame como a tu perro es lo que soy” canta Diego de Carolina Durante en “El perro de tu señorío”, uno de los temas de su primer disco. La canción es una súplica desesperada y servil de un hombre por formar parte de la vida de la persona de la que está enamorado. Le pide que lo trate como a un objeto porque es lo que es, se ofrece a adelgazar y a ser llevado a todas partes, se conforma con ser mirado, no con amor, sino con la pena con la que se miran los desastres por la tele y asume que le abandonarán en la perrera de cualquier provincia cuando se cansen de él. Por si alguien no lo sabe, está canción no pertenece la década de los 80, sino que ha sido escrita por millennials hace, aproximadamente, un año.

La generación adulta más joven con la que convivimos, a pesar de la lenta pero progresiva lucha antiespecista y la creciente empatía hacia las especies no humanas, sigue teniendo introyectado aquello de que “Lx trató como a un perro”, oséase, muy mal, resulte lo habitual y aceptable. Al parecer, las relaciones humano-perrunas, en el inconsciente colectivo, se siguen viendo de una forma especista, jeraquizada y asimétrica en extremo. El perro o perra es un ser sumisx, obediente y solicitx, un/a esclavx dispuestx a dejarse, incluso, maltratar a cambio de unas migajas de cariño, mientras que el/la humanx, o "ama" o "amo" de la criatura, puede disponer del animal como le plazca, anteponiendo siempre sus deseos y necesidades, bien sean afectivas, lúdicas, cazadoriles, de ayuda, transporte, etc, sin tener en cuenta las del propio animal (y ni mucho menos considerándolo como una persona no humana con la libertad y derecho de vivir su vida “perrunamente”).




Y si esto, en pleno siglo XXI, es lo que pensamos del “mejor amigo del hombre”, del animal que más empatía y admiración genera en nuestra especie, ¿qué le haríamos si no fuera nuestro mejor amigx? (¿quién trata de esa forma a sus amigxs?). Y, lo que es aún más terrorífico, si esta es nuestra valoración del animal más respetado y querido del planeta, ¿cómo veremos al resto?

El precio que ha pagado un ser tan profundamente gregario y social como el can, al dejarse “domesticar” por la raza humana y necesitarnos, tristemente, para su supervivencia, ha sido el egoísmo, la crueldad e la ingratitud humanas. Disponemos de múltiples y asquerosas maneras de su confiada especie, desde su uso como peluche, cobaya de laboratorios, terapeuta (infantil/ancianos/autismo), hasta cuerpo de rescates, lazarillo las 24 horas y delicatessen asiática. A muchas personas se les llena la boca hablando de la nobleza y fidelidad perrunas, pero posteriormente no dudan en castigar o propinar un golpe/paliza a su mejor amigo si un día mancha la alfombra o, simplemente, no obedece cómo y cuándo ellxs quieren. A estos pobres animales no les basta con mostrar un servilismo extremo, sino que, para colmo, tienen que adorar a sus mal llamadxs “dueñxs” y hacerlxs sentir como auténticxs emperadores egipcios (Señores y señoras, no busquen canes para compensar su complejo de inferioridad. Vayan a un/a psicólogx, directamente).




Y si, por supuesto, hay humanxs que lxs quieren y cuidan mucho y bien, considerándolxs compañerxs vitales y/o parte de su familia y existen, incluso, quienes se desviven y se sacrifican por ellxs en ONGs, santuarios, asociaciones y refugios. Sin embargo, por la calle, en las cafeterías o en los cines, aquí y ahora, la gente, a menudo muy joven, sigue utilizando la frase “le trataron como a un perro”, expresión terrible que normaliza el maltrato hacia estos animales, porque refleja que hay una manera correcta de tratar a unxs y a otrxs, pero que lo que es aceptable para un/a perrx, es censurable para un/a humanx (oséase, cuando la base es la dominación, la crueldad, el desprecio y la asimetría).

Según la teoría del lenguaje de Sapir-Whorf, el uso del lenguaje en el ser humano, no se limita a expresar nuestros contenidos mentales, sino que tiene un papel de gran relevancia a la hora de configurar nuestra forma de pensar e incluso nuestra percepción de la realidad, determinando o influyendo en nuestra visión del mundo.




La propia UNESCO recoge la siguiente definición: “El lenguaje no es una creación arbitraria  de la mente humana, sino un producto social e histórico que influye en nuestra percepción de la realidad. Al transmitir socialmente al ser humano las experiencias acumuladas de generaciones anteriores, el lenguaje condiciona nuestro pensamiento y determina nuestra visión del mundo”.

El lenguaje es el reflejo de una sociedad, una época y una cultura. Y a la vez, es un vehículo que sirve para perpetuar y normalizar comportamientos históricamente aceptados, pero que hoy, son, o comienzan a ser, moralmente inaceptables. Por otra parte, la mayoría de los modismos o frases hechas, se basan en prejuicios que son reflejo de la enorme ignorancia de épocas pasadas.




Si queremos construir una sociedad justa, empática y progresista, en la que nuestrxs compañerxs de planeta sean vistxs como seres sintientes con derechos, en lugar de como esclavxs u objetos con necesidades fisiológicas, ahora más que nunca, hay expresiones y palabras que deberíamos desterrar urgentemente de nuestro vocabulario. El idioma español, como el resto de los idiomas del mundo, está intoxicado por expresiones especistas, el tipo “ser sucio como un cerdo”, “ser un burro”, “ser un rata”, “matar dos pájaros de un tiro”, “ser una zorra/perra”, “ser un buitre”, “ser un gallina”, “ser lobo con piel de cordero”, “ser una vaca/foca”, “a todo cerdo le llega su San Martín”, “muerto el perro se acabó la rabia”, “por la boca muere el pez”… la lista es larga y dolorosa. A menudo las repetimos sin analizar siquiera la escena abusiva y violenta que evocan. Y de esta forma nos insensibilizamos y nos habituamos a una realidad que normalmente generaría rechazo.

Incluso se tiende a utilizar la palabra “animal” peyorativamente para definir a alguien brutx, violentx e irreflexivx. De esta manera seguimos intentando negar nuestra propia animalidad, manteniendo esa enorme brecha que nos separa a lxs humanxs de los demás animales. Y este alejamiento tiene una función clarísima: establecer al ser humano como una especie superior y así justificar su (ab)uso y su maltrato.




Como seres humanos, tenemos la capacidad empática, el conocimiento y los medios para tratar a lxs perrxs y, por extensión, al resto de los animales, con el respeto y empatía que merecen. Y, del mismo modo, como especie con mayor responsabilidad sobre este planeta o “hermanxs mayores”, también poseemos la obligación moral de cuidarlxs, protegerlxs y mejorar sus vidas. Hagámoslo. Cambiemos el lenguaje y, por extensión, nuestros estúpidos introyectos especistas. O, como mínimo, démosles la vuelta. Consigamos que tratar “como a un perro”, en lugar de algo cruel y peyorativo, sea sinónimo de cuidar, mimar y adorar. Se lo debemos.





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