Sunday, November 24, 2019

Lxs perrxs, el lenguaje y el inconsciente colectivo





“Cuídame como a tu perro es lo que soy” canta Diego de Carolina Durante en “El perro de tu señorío”, uno de los temas de su primer disco. La canción es una súplica desesperada y servil de un hombre por formar parte de la vida de la persona de la que está enamorado. Le pide que lo trate como a un objeto porque es lo que es, se ofrece a adelgazar y a ser llevado a todas partes, se conforma con ser mirado, no con amor, sino con la pena con la que se miran los desastres por la tele y asume que le abandonarán en la perrera de cualquier provincia cuando se cansen de él. Por si alguien no lo sabe, está canción no pertenece la década de los 80, sino que ha sido escrita por millennials hace, aproximadamente, un año.

La generación adulta más joven con la que convivimos, a pesar de la lenta pero progresiva lucha antiespecista y la creciente empatía hacia las especies no humanas, sigue teniendo introyectado aquello de que “Lx trató como a un perro”, oséase, muy mal, resulte lo habitual y aceptable. Al parecer, las relaciones humano-perrunas, en el inconsciente colectivo, se siguen viendo de una forma especista, jeraquizada y asimétrica en extremo. El perro o perra es un ser sumisx, obediente y solicitx, un/a esclavx dispuestx a dejarse, incluso, maltratar a cambio de unas migajas de cariño, mientras que el/la humanx, o "ama" o "amo" de la criatura, puede disponer del animal como le plazca, anteponiendo siempre sus deseos y necesidades, bien sean afectivas, lúdicas, cazadoriles, de ayuda, transporte, etc, sin tener en cuenta las del propio animal (y ni mucho menos considerándolo como una persona no humana con la libertad y derecho de vivir su vida “perrunamente”).




Y si esto, en pleno siglo XXI, es lo que pensamos del “mejor amigo del hombre”, del animal que más empatía y admiración genera en nuestra especie, ¿qué le haríamos si no fuera nuestro mejor amigx? (¿quién trata de esa forma a sus amigxs?). Y, lo que es aún más terrorífico, si esta es nuestra valoración del animal más respetado y querido del planeta, ¿cómo veremos al resto?

El precio que ha pagado un ser tan profundamente gregario y social como el can, al dejarse “domesticar” por la raza humana y necesitarnos, tristemente, para su supervivencia, ha sido el egoísmo, la crueldad e la ingratitud humanas. Disponemos de múltiples y asquerosas maneras de su confiada especie, desde su uso como peluche, cobaya de laboratorios, terapeuta (infantil/ancianos/autismo), hasta cuerpo de rescates, lazarillo las 24 horas y delicatessen asiática. A muchas personas se les llena la boca hablando de la nobleza y fidelidad perrunas, pero posteriormente no dudan en castigar o propinar un golpe/paliza a su mejor amigo si un día mancha la alfombra o, simplemente, no obedece cómo y cuándo ellxs quieren. A estos pobres animales no les basta con mostrar un servilismo extremo, sino que, para colmo, tienen que adorar a sus mal llamadxs “dueñxs” y hacerlxs sentir como auténticxs emperadores egipcios (Señores y señoras, no busquen canes para compensar su complejo de inferioridad. Vayan a un/a psicólogx, directamente).




Y si, por supuesto, hay humanxs que lxs quieren y cuidan mucho y bien, considerándolxs compañerxs vitales y/o parte de su familia y existen, incluso, quienes se desviven y se sacrifican por ellxs en ONGs, santuarios, asociaciones y refugios. Sin embargo, por la calle, en las cafeterías o en los cines, aquí y ahora, la gente, a menudo muy joven, sigue utilizando la frase “le trataron como a un perro”, expresión terrible que normaliza el maltrato hacia estos animales, porque refleja que hay una manera correcta de tratar a unxs y a otrxs, pero que lo que es aceptable para un/a perrx, es censurable para un/a humanx (oséase, cuando la base es la dominación, la crueldad, el desprecio y la asimetría).

Según la teoría del lenguaje de Sapir-Whorf, el uso del lenguaje en el ser humano, no se limita a expresar nuestros contenidos mentales, sino que tiene un papel de gran relevancia a la hora de configurar nuestra forma de pensar e incluso nuestra percepción de la realidad, determinando o influyendo en nuestra visión del mundo.




La propia UNESCO recoge la siguiente definición: “El lenguaje no es una creación arbitraria  de la mente humana, sino un producto social e histórico que influye en nuestra percepción de la realidad. Al transmitir socialmente al ser humano las experiencias acumuladas de generaciones anteriores, el lenguaje condiciona nuestro pensamiento y determina nuestra visión del mundo”.

El lenguaje es el reflejo de una sociedad, una época y una cultura. Y a la vez, es un vehículo que sirve para perpetuar y normalizar comportamientos históricamente aceptados, pero que hoy, son, o comienzan a ser, moralmente inaceptables. Por otra parte, la mayoría de los modismos o frases hechas, se basan en prejuicios que son reflejo de la enorme ignorancia de épocas pasadas.




Si queremos construir una sociedad justa, empática y progresista, en la que nuestrxs compañerxs de planeta sean vistxs como seres sintientes con derechos, en lugar de como esclavxs u objetos con necesidades fisiológicas, ahora más que nunca, hay expresiones y palabras que deberíamos desterrar urgentemente de nuestro vocabulario. El idioma español, como el resto de los idiomas del mundo, está intoxicado por expresiones especistas, el tipo “ser sucio como un cerdo”, “ser un burro”, “ser un rata”, “matar dos pájaros de un tiro”, “ser una zorra/perra”, “ser un buitre”, “ser un gallina”, “ser lobo con piel de cordero”, “ser una vaca/foca”, “a todo cerdo le llega su San Martín”, “muerto el perro se acabó la rabia”, “por la boca muere el pez”… la lista es larga y dolorosa. A menudo las repetimos sin analizar siquiera la escena abusiva y violenta que evocan. Y de esta forma nos insensibilizamos y nos habituamos a una realidad que normalmente generaría rechazo.

Incluso se tiende a utilizar la palabra “animal” peyorativamente para definir a alguien brutx, violentx e irreflexivx. De esta manera seguimos intentando negar nuestra propia animalidad, manteniendo esa enorme brecha que nos separa a lxs humanxs de los demás animales. Y este alejamiento tiene una función clarísima: establecer al ser humano como una especie superior y así justificar su (ab)uso y su maltrato.




Como seres humanos, tenemos la capacidad empática, el conocimiento y los medios para tratar a lxs perrxs y, por extensión, al resto de los animales, con el respeto y empatía que merecen. Y, del mismo modo, como especie con mayor responsabilidad sobre este planeta o “hermanxs mayores”, también poseemos la obligación moral de cuidarlxs, protegerlxs y mejorar sus vidas. Hagámoslo. Cambiemos el lenguaje y, por extensión, nuestros estúpidos introyectos especistas. O, como mínimo, démosles la vuelta. Consigamos que tratar “como a un perro”, en lugar de algo cruel y peyorativo, sea sinónimo de cuidar, mimar y adorar. Se lo debemos.





Saturday, August 31, 2019

10 años de veganismo, cómo hacer la conexión, vivir en Meatland y no morir en el intento 1: Omnivorismo o “Porque siempre se ha hecho así”




Cuando un/a omnívorx, mientras engulle una supuesta delicatesen cárnica, me dice, con la repelente suficiencia que da vivir bajo la opción mayoritaria, aquello de “no sabes lo que te pierdes”, me gustaría responder que está en lo cierto. Sin embargo, también querría recordarle que no hace falta cometer una aberración moral de cualquier tipo para saber que es una conducta injustificable. Tristemente, en mi caso, sí sé lo que me pierdo porque a lo largo de mi vida he sido omnívora, vegetariana y, finalmente, vegana. Y es que llegar al 26 de julio de 2009 ha sido un viaje que ahora se me antoja demasiado largo.

¿Por qué he tardado tanto?




Omnivorismo o “Porque siempre se ha hecho así”

Nací en una zona muy industrial de Gipuzkoa, pero de niña pasaba todas mis vacaciones en un pueblo rural de Castilla (la palabra rural se queda muy corta. A la izquierda del siglo XX sería bastante más preciso). Unos 3 meses largos. Casi un tercio del año. Por lo tanto, fui prácticamente una “niña mestiza”, hija de la ciudad y de eso que se malentiende como “la vida en el campo”. A diferencia de mis compañerxs de colegio, nunca pude mirar un aséptico trozo de cadáver empaquetado del super o un brick de leche con su misma ingenua indiferencia. Sabía de dónde venía y que formaba parte de alguien y no de algo. Conocía su verdadero precio y no me gustaba. Tenía introyectado, desde que podía recordar, todo un mapa sensorial de la crueldad: los escalofriantes chillidos de los cerdos y el nauseabundo “eau de matanza” navideño, con su recordatorio en forma de tripas que, como guirnaldas grotescas, ocupaban las cocinas de la casa; podía intuir el dolor del castigo que recibían las vacas, cabras, ovejas y, sobre todo, lxs burrxs, si no se sometían voluntariamente a las sádicas, egoístas y estúpidas demandas esclavistas de algún humano embrutecido; Era consciente del miedo que se respiraba en el destino de las gallinas que dejaban de ser “productivas” y pronto descubrí que aquellxs cabritillxs y corderitxs tan monxs, que nos enseñaban a lxs niñxs el 20 de diciembre, no vivirían para ver la mañana de navidad (el colmo del cinismo y la crueldad. Presentar a bebes de dos especies distintas para que jueguen y, posteriormente, degollar el cuello de una de ellas y servírselo de cena a la otra. Doble traición).




Nunca comprendí por qué estaba siendo traicionada. Los otros animales que vivían en la casa para mí siempre fueron una extensión no humana de mi familia biológica. Mi tribu. Lo más parecido que nunca conocería a tener hermanxs. Porque sí, en esto fui muy diferente de la media: crecí marcada por la tragedia. Mi padre y mi hermana murieron en un accidente de coche cuando yo solo contaba con 9 meses, así que la persona que estaba destinada a vivir en una familia ligera o moderadamente disfuncional murió y nací Ms Neurotic yo. Aunque me querían (y sobreprotegían) mucho, todas las personas adultas que me cuidaban, a menudo estaban abducidas por la titánica tarea de sobrevivir. Nunca hubo alegría, ni risas, ni expresiones físicas de ternura en mi casa. No fue culpa de nadie. En el ADN familiar faltaba todo lo relativo a la expresión afectiva y es imposible dar lo que no se tiene, lo que nunca se ha aprendido.




Ante este desolador panorama, parecía destinada a padecer algún trastorno psicológico muy grave y a heredar la “inexpresividad autista” familiar. Afortunadamente, a pesar de muchas, demasiadas secuelas, no fue así. Y eso se debió, en gran parte, a que varios héroes y heroínas acudieron al rescate: gatxs, cabras, perrxs, burrxs y gallinas (y poco después, la música, la literatura y el cine). Los animales no humanos me enseñaron a mostrar y recibir afecto y fueron lxs mejores maestrxs de mindfullness y “carpe diem” que he conocido jamás. Pronto aprendí que, incluso en condiciones de esclavitud, los bebés de la ganadería extensiva, a diferencia de sus resignados y tristes padres, se sentían felices únicamente por existir y tener todas sus necesidades básicas cubiertas. Por lo tanto, la felicidad podía ser, simplemente, no sentirse enfermx, ni hambrientx, ni amenazadx. El colmo del anti-neuroticismo. ¿Por qué lxs humanxs nos complicábamos tanto?




El primer gran insight (darse cuenta) llegó con 7 años, cuando mis tíos me sirvieron para comer el tierno conejito que había acariciado un par de días antes. Con mi lógica infantil, no entendía la gratuidad de aquel conejocidio. Aquello era completamente nuevo. Repasemos: vacas, ternerxs, cerdxs, cochinillxs, cabritxs, corderxs, gallinas, peces, pollos… ¿Es que no nos comíamos ya suficientes inocentes? ¿eramos realmente omnívorxs o estábamos más cerca del carnivorismo de lo que pensaba? Ante tanta indignación y duda, me negué en redondo a engullir aquel cadáver y a todos los de su especie para siempre, y con mi primer paso hacia el vegetarianismo llegaría la fase del “¿por qué…?”, que, básicamente, duraría toda mi infancia. Sin embargo, ante el “¿por qué comemos animales si yo soy más feliz zampando patatas fritas?”, siempre obtenía la misma (digámoslo) respuesta de mierda:

“Porque siempre se ha hecho así”.

A una mente infantil, no contaminada aún por el peso y el poso de los convencionalismos absurdos y costumbres rancias de miles de años de historia, aquella respuesta le resultaba de la misma sofisticación y catadura intelectual que la caprichosa (e insustancial)  “porque yo lo digo y punto”. Y pasaron los años y nadie fue capaz de darme un argumento de peso. Conclusión: Patatas fritas:1; carne:0.




Mis amigos del pueblo (si, en masculino), todos mestizos, como yo, me dieron otro empujoncito fuera de la “Carnaca-zone” al alcanzar la asquerosa adolescencia. Al parecer, la dieta altísima en proteínas animales típica de la zona no satisfacía sus necesidades nutricionales (aún hoy, es difícil encontrar un restaurante de la Castilla profunda cuyo menú no se base en cochinillo, cabrito y cordero asado), por eso, muchos de ellos, durante sus vacaciones, se dedicaban a lo que comúnmente se conoce como cazar y yo llamo “psicopatía legalizada”. Lo de menos era ser menor de edad, tener permiso o no, estar en temporada de caza o ser un frustrado “pseudo macho alfa” en potencia. “Cosas de chicos” decía todo el mundo, como si fuera una ley universal o un mantra. Ante mis horrorizados ojos, ranas, pequeños mamíferos y aves de todo tipo eran masacradas sin piedad y lxs gatxs, esxs seres repudiadxs que para muchxs neandertales eran poco menos que “secuaces de satanás”, se utilizaban como dianas de tiro (Jamás olvidaré ni perdonaré que mi gato Oscar sufriera un dolor inimaginable y perdiera un ojo por culpa de los abyectos rituales iniciáticos de esta masculinidad tóxica). Aunque tal vez, el colmo del horror era el abyecto asesinato nocturno de gorriones. En plena época de cría, raptaban y asesinaban a los padres y madres dentro de los nidos provocando que lxs abandonadxs bebes, más temprano que tarde, murieran de inanición.




La crueldad gratuita del especismo medieval era tan insoportable en aquel lugar que contaminaba hasta aquel “purísimo aire de montaña”. Por mucho que lo intentara, no podía sacudirme de encima la certeza de que el mundo estaba profundamente enfermo y equivocado y, sobre todo, de que era injustificable y vergonzosamente cruel con las criaturas de otras especies. Además, mis circunstancias vitales me habían hecho descubrir el dolor demasiado joven y cualquier gramo extra me resultaba insoportable. ¿Qué podía hacer yo para no contribuir a añadir más sufrimiento gratuito a este mundo?




Tenía que tomar una decisión. La disonancia cognitiva me estaba comiendo viva. Estábamos a finales de los 90 y el termino veganismo ni siquiera había cruzado los mares. No conocía a nadie que fuera vegetarianx, más allá de alguna celebrity extranjera, ni a ninguna asociación local; No tenía apenas información (la explosión internetil aún estaba por llegar) y a todo el mundo aquella decisión tan “excéntrica” le parecía un suicidio, pero comiendo animales sentía que estaba siendo una hipócrita, traicionando, no solo a la persona que creía ser, sino, sobre todo, a los seres que me habían dado más de que yo, posiblemente, pueda devolverles nunca. ¿Qué diferencia había, en realidad, entre comer conejxs, cerdxs, vacas, gatxs o gorrionxs? Absolutamente ninguna. Así que, conseguí varios books sobre vegetarianismo, confirme que era nutritivamente viable y pensé: it’s now or never. No podía esperar a la adultez y a acabar reprogramada, encallecida y alienada por miles de años de homus especistus. Not me. ¿Que siempre se ha hecho así? Como dicen en El laberinto del fauno:

- La puerta está cerrada.
- En ese caso, haced vuestra propia puerta.

Y la hice.


To be continued…






*

Friday, August 23, 2019

14 Maneras de ayudar al Amazonas




¿Deprimidx, aterrorizadx, frustradx, furiosx o todo a la vez ante el que ya es, probablemente, el peor ecocidio de la historia? A pesar de la utilidad del hashtag #PrayForAmazonia, nuestros ruegos y sentimientos, por muy solidarios que sean, no son suficientes. Tampoco los comentarios, likes o publicaciones compartidas en las RRSS. El Amazonas y el futuro de todxs demanda ACCIÓN, ¡y lo hace YA!

¿Quieres saber lo que puedes hacer desde tu frustrante distancia? Aunque no sea tan catártico como apagar el fuego tu mismx, posiblemente, puedas hacer más de lo que crees.




1- Como respuesta de emergencia, dona dinero a grupos de primera línea que trabajan para defender este tesoro verde. Por ejemplo, Protege un acre de selva tropical a través de la Red de Acción de la Selva Tropical o colabora con a SOS Amazonia




2- Actúa desde tus hábitos cotidianos. Deja de comer carne o, al menos, reduce radicalmente su consumo. En 2017 el gobierno de Brasil hizo público que el 80% de la deforestación de la selva del Amazonas era perpetrada por la industria de explotación animal, es decir por el consumo de "carne y lácteos" (el 20% restante se reparte en madereras, minería o cultivos de azúcar para refrescos, entre otros). Alimentar al “ganado” requiere de grandísimas extensiones de terreno. Los ganaderos, alentados aún más por las políticas ecocidas del psicópata fascistoide de Bolsonaro, crean incendios no solo para "limpiar" terreno dedicado a áreas de pastoreo, sino para cultivar soja que ceba a las vacas (el 70% de la soja del mundo se usa para alimentar "animales de consumo humano", no para hacer tofu). Como dice @marianamatija (autora de estas ilustraciones) a mayor demanda, mayor poder económico y mayor potencial destructivo de la ganadería. ¡La clave está en tu plato!




3- Ayuda a proteger a los animales que viven en la jungla a través de alguna ONG de confianza. Recomiendan Junglekeepers. Rainforest Alliance o Instituto Socioambiental e Instituto de Pesquisa Ambiental da Amazônia (IPAM).



4- Apoya a las poblaciones indígenas de la selva tropical con Amazon Watch  Los 350 pueblos indígenas que aún la habitan podrían tener la clave de la supervivencia de nuestro pulmón.




5- Reduce tu consumo de papel y madera o compra productos seguros para la selva tropical. Una opción se puede encontrar en Rainforest Alliance.




6- Presiona para hacer un boicot internacional y exige responsabilidad a instituciones y politicxs.




7- Organiza protestas, crea peticiones, escribe artículos, ¡lo que sea!




8- Por otra parte, apoya proyectos de arte, ciencia o de cualquier tipo que conciencien sobre el Amazonas a través de la Fundación Amazon Aid.




9- Apoya a todxs lxs eco-activistas (casi siempre también feministas) que encuentres.




10- ¡Infórmate!




11- Etiqueta con información sobre este tema a personas que tengan visibilidad o influencers, para llegar a la mayor cantidad de gente posible.




12- Para aquellxs que aún no lo sepan, Ecosia, el buscador verde, existe. Es tan sencillo como Google, pero por cada 45 búsquedas que realizas se planta un árbol. Sólo tienes que buscar y… voilà! ¡No podría ser más fácil!




13- Cuando llegue el momento de las elecciones, vota por líderes que entiendan la urgencia de nuestra crisis climática y estén dispuestxs a tomar medidas urgentes y audaces, incluyendo una gobernanza muy “anti-cambio climático”, y una política de pensamiento progresista.

















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