Monday, February 22, 2016

Esa implacable y sempiterna espada de Damocles




El/la insólit@ vegan@ de principios del siglo XXI, escudad@ tras su cruzada aparentemente quijotesca, pasa a convertirse,  en la mayoría de los casos (y mal que le pese), en el/la única de su círculo (es decir, de sus amig@s, de sus familiares, o incluso, de su pueblo/barrio), en haber abrazado esta filosofía y estilo de vida. Sin siquiera proponérselo, ha pasado a encarnar ese rol tan injusto, solitario y desagradecido que nadie debería encarnar jamás: “un ejemplo de”.

Y como “representante oficial” del veganismo siente la obligación y la responsabilidad de mostrar a esa, casi siempre hostil, lapidaria e insolidaria mayoría, que sus miedos y prejuicios están totalmente injustificados y que no hay nada más saludable, inteligente y justo que su estilo de vida para salvar al planeta y a todos los que lo habitan. Y todo mediante una sonrisa “jolibudiense”, la flexibilidad y delicadeza de una bailarina y la templanza y sabiduría de Yoda, durante todas las horas del día.




Y no hay interacción social en la que no se le ponga a prueba, en la que los focos de la galería no le enfoquen en exclusiva y no pueda, ni por un segundo, dejar de representar el papel de perfect@ vegan@. Por lo tanto, pobre de él/ella si no posee una licenciatura en nutrición humana y dietética y/o no es especialmente elocuente en sus discursos (“No me has convencido. Somos omnívoros, hay que comer de todo y siempre se ha hecho así”); si tiene algún kilo de más (“¿Pero los veganos no se supone que tenéis que estar delgados?”); si, por algún motivo, se harta/quema y/o pierde los papeles ante comentarios hater (¡pero qué bordes e intransigentes son todos los veganos!); o, si, ¡oh ultraje!, cae preso de algún virus o molestia ocasional (“¿No se suponía que vosotros no enfermabais jamás?”).

Porque hay una espada de Damocles que pende incesantemente sobre la cabeza del/de la vegan@, y que probablemente, y a menos que el mundo sufra una transformación radical, seguirá cumpliendo su sádica misión durante el resto de su vida: la posibilidad de enfermar. Y es que su salud,  más que cualquier otro aspecto de su comportamiento y de su lifestyle, se convierte en su mejor carta de presentación. Ya lo dice el introyecto social más extendido: si se es vegan@, hay que estar más sano, esbelto, vigoroso y lozano que el resto de los mortales. Obligatoriamente. Categóricamente. Siempre.




Desde que dejó de consumir animales y sus subproductos, probablemente el/la veggie ha convivido con perversas y brujeriles amenazas de enfermedad perpetradas por sus rencorosos, agoreros y nada comprensivos conocidos, así que vive con miedo constante de pillar, incluso, un simple resfriadillo que demuestre a la ruidosa mayoría que está en lo cierto, que eso del veganismo es una patraña perroflautil y que no hay nada de saludable y especial en esta “radical dieta llena de restricciones y limitaciones”.

Y desde este humilde rincón, harta de interpretar el papel de Super Green Woman, me pregunto: ¿qué ignorantes desaprensivos, bien sean veganos, carnívoros, omnívoros u flexitarianos, inflaron y siguen inflando ese falso y peligroso globo que asegura que la salud y el bienestar dependen, casi exclusivamente, de la dieta? ¿Por qué seguimos montando sobre él y permitiendo que nos lleve a todas partes sin cuestionárnoslo siquiera? ¿En qué momento ser humano, con sus vulnerabilidades, defectos, inconstanteces y contradicciones, aparentemente, ha pasado a convertirse (casi) en antónimo de ser vegano?







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