Saturday, August 31, 2019

10 años de veganismo, cómo hacer la conexión, vivir en Meatland y no morir en el intento 1: Omnivorismo o “Porque siempre se ha hecho así”




Cuando un/a omnívorx, mientras engulle una supuesta delicatesen cárnica, me dice, con la repelente suficiencia que da vivir bajo la opción mayoritaria, aquello de “no sabes lo que te pierdes”, me gustaría responder que está en lo cierto. Sin embargo, también querría recordarle que no hace falta cometer una aberración moral de cualquier tipo para saber que es una conducta injustificable. Tristemente, en mi caso, sí sé lo que me pierdo porque a lo largo de mi vida he sido omnívora, vegetariana y, finalmente, vegana. Y es que llegar al 26 de julio de 2009 ha sido un viaje que ahora se me antoja demasiado largo.

¿Por qué he tardado tanto?




Omnivorismo o “Porque siempre se ha hecho así”

Nací en una zona muy industrial de Gipuzkoa, pero de niña pasaba todas mis vacaciones en un pueblo rural de Castilla (la palabra rural se queda muy corta. A la izquierda del siglo XX sería bastante más preciso). Unos 3 meses largos. Casi un tercio del año. Por lo tanto, fui prácticamente una “niña mestiza”, hija de la ciudad y de eso que se malentiende como “la vida en el campo”. A diferencia de mis compañerxs de colegio, nunca pude mirar un aséptico trozo de cadáver empaquetado del super o un brick de leche con su misma ingenua indiferencia. Sabía de dónde venía y que formaba parte de alguien y no de algo. Conocía su verdadero precio y no me gustaba. Tenía introyectado, desde que podía recordar, todo un mapa sensorial de la crueldad: los escalofriantes chillidos de los cerdos y el nauseabundo “eau de matanza” navideño, con su recordatorio en forma de tripas que, como guirnaldas grotescas, ocupaban las cocinas de la casa; podía intuir el dolor del castigo que recibían las vacas, cabras, ovejas y, sobre todo, lxs burrxs, si no se sometían voluntariamente a las sádicas, egoístas y estúpidas demandas esclavistas de algún humano embrutecido; Era consciente del miedo que se respiraba en el destino de las gallinas que dejaban de ser “productivas” y pronto descubrí que aquellxs cabritillxs y corderitxs tan monxs, que nos enseñaban a lxs niñxs el 20 de diciembre, no vivirían para ver la mañana de navidad (el colmo del cinismo y la crueldad. Presentar a bebes de dos especies distintas para que jueguen y, posteriormente, degollar el cuello de una de ellas y servírselo de cena a la otra. Doble traición).




Nunca comprendí por qué estaba siendo traicionada. Los otros animales que vivían en la casa para mí siempre fueron una extensión no humana de mi familia biológica. Mi tribu. Lo más parecido que nunca conocería a tener hermanxs. Porque sí, en esto fui muy diferente de la media: crecí marcada por la tragedia. Mi padre y mi hermana murieron en un accidente de coche cuando yo solo contaba con 9 meses, así que la persona que estaba destinada a vivir en una familia ligera o moderadamente disfuncional murió y nací Ms Neurotic yo. Aunque me querían (y sobreprotegían) mucho, todas las personas adultas que me cuidaban, a menudo estaban abducidas por la titánica tarea de sobrevivir. Nunca hubo alegría, ni risas, ni expresiones físicas de ternura en mi casa. No fue culpa de nadie. En el ADN familiar faltaba todo lo relativo a la expresión afectiva y es imposible dar lo que no se tiene, lo que nunca se ha aprendido.




Ante este desolador panorama, parecía destinada a padecer algún trastorno psicológico muy grave y a heredar la “inexpresividad autista” familiar. Afortunadamente, a pesar de muchas, demasiadas secuelas, no fue así. Y eso se debió, en gran parte, a que varios héroes y heroínas acudieron al rescate: gatxs, cabras, perrxs, burrxs y gallinas (y poco después, la música, la literatura y el cine). Los animales no humanos me enseñaron a mostrar y recibir afecto y fueron lxs mejores maestrxs de mindfullness y “carpe diem” que he conocido jamás. Pronto aprendí que, incluso en condiciones de esclavitud, los bebés de la ganadería extensiva, a diferencia de sus resignados y tristes padres, se sentían felices únicamente por existir y tener todas sus necesidades básicas cubiertas. Por lo tanto, la felicidad podía ser, simplemente, no sentirse enfermx, ni hambrientx, ni amenazadx. El colmo del anti-neuroticismo. ¿Por qué lxs humanxs nos complicábamos tanto?




El primer gran insight (darse cuenta) llegó con 7 años, cuando mis tíos me sirvieron para comer el tierno conejito que había acariciado un par de días antes. Con mi lógica infantil, no entendía la gratuidad de aquel conejocidio. Aquello era completamente nuevo. Repasemos: vacas, ternerxs, cerdxs, cochinillxs, cabritxs, corderxs, gallinas, peces, pollos… ¿Es que no nos comíamos ya suficientes inocentes? ¿eramos realmente omnívorxs o estábamos más cerca del carnivorismo de lo que pensaba? Ante tanta indignación y duda, me negué en redondo a engullir aquel cadáver y a todos los de su especie para siempre, y con mi primer paso hacia el vegetarianismo llegaría la fase del “¿por qué…?”, que, básicamente, duraría toda mi infancia. Sin embargo, ante el “¿por qué comemos animales si yo soy más feliz zampando patatas fritas?”, siempre obtenía la misma (digámoslo) respuesta de mierda:

“Porque siempre se ha hecho así”.

A una mente infantil, no contaminada aún por el peso y el poso de los convencionalismos absurdos y costumbres rancias de miles de años de historia, aquella respuesta le resultaba de la misma sofisticación y catadura intelectual que la caprichosa (e insustancial)  “porque yo lo digo y punto”. Y pasaron los años y nadie fue capaz de darme un argumento de peso. Conclusión: Patatas fritas:1; carne:0.




Mis amigos del pueblo (si, en masculino), todos mestizos, como yo, me dieron otro empujoncito fuera de la “Carnaca-zone” al alcanzar la asquerosa adolescencia. Al parecer, la dieta altísima en proteínas animales típica de la zona no satisfacía sus necesidades nutricionales (aún hoy, es difícil encontrar un restaurante de la Castilla profunda cuyo menú no se base en cochinillo, cabrito y cordero asado), por eso, muchos de ellos, durante sus vacaciones, se dedicaban a lo que comúnmente se conoce como cazar y yo llamo “psicopatía legalizada”. Lo de menos era ser menor de edad, tener permiso o no, estar en temporada de caza o ser un frustrado “pseudo macho alfa” en potencia. “Cosas de chicos” decía todo el mundo, como si fuera una ley universal o un mantra. Ante mis horrorizados ojos, ranas, pequeños mamíferos y aves de todo tipo eran masacradas sin piedad y lxs gatxs, esxs seres repudiadxs que para muchxs neandertales eran poco menos que “secuaces de satanás”, se utilizaban como dianas de tiro (Jamás olvidaré ni perdonaré que mi gato Oscar sufriera un dolor inimaginable y perdiera un ojo por culpa de los abyectos rituales iniciáticos de esta masculinidad tóxica). Aunque tal vez, el colmo del horror era el abyecto asesinato nocturno de gorriones. En plena época de cría, raptaban y asesinaban a los padres y madres dentro de los nidos provocando que lxs abandonadxs bebes, más temprano que tarde, murieran de inanición.




La crueldad gratuita del especismo medieval era tan insoportable en aquel lugar que contaminaba hasta aquel “purísimo aire de montaña”. Por mucho que lo intentara, no podía sacudirme de encima la certeza de que el mundo estaba profundamente enfermo y equivocado y, sobre todo, de que era injustificable y vergonzosamente cruel con las criaturas de otras especies. Además, mis circunstancias vitales me habían hecho descubrir el dolor demasiado joven y cualquier gramo extra me resultaba insoportable. ¿Qué podía hacer yo para no contribuir a añadir más sufrimiento gratuito a este mundo?




Tenía que tomar una decisión. La disonancia cognitiva me estaba comiendo viva. Estábamos a finales de los 90 y el termino veganismo ni siquiera había cruzado los mares. No conocía a nadie que fuera vegetarianx, más allá de alguna celebrity extranjera, ni a ninguna asociación local; No tenía apenas información (la explosión internetil aún estaba por llegar) y a todo el mundo aquella decisión tan “excéntrica” le parecía un suicidio, pero comiendo animales sentía que estaba siendo una hipócrita, traicionando, no solo a la persona que creía ser, sino, sobre todo, a los seres que me habían dado más de que yo, posiblemente, pueda devolverles nunca. ¿Qué diferencia había, en realidad, entre comer conejxs, cerdxs, vacas, gatxs o gorrionxs? Absolutamente ninguna. Así que, conseguí varios books sobre vegetarianismo, confirme que era nutritivamente viable y pensé: it’s now or never. No podía esperar a la adultez y a acabar reprogramada, encallecida y alienada por miles de años de homus especistus. Not me. ¿Que siempre se ha hecho así? Como dicen en El laberinto del fauno:

- La puerta está cerrada.
- En ese caso, haced vuestra propia puerta.

Y la hice.


To be continued…






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