Saturday, December 11, 2021

Una historia de navidad

 



Mis vacaciones infantiles solían tener 3 colores: blanco, verde y amarillo. Las primeras navidades que recuerdo eran tan blancas que lograron que olvidase el “verde semana santa” y “el amarillo verano”. Para una niña del norte el norte donde el paisaje era “unicolor”, el clima mucho más benévolo y la nieve una feliz excepción, el inmaculado manto salmantino de mi "pueblo origen" resultaba… mágico.

Sin embargo, las navidades distaban mucho de ser idílicas. Y no sólo por el viento y el frío glaciar de aquel lugar a demasiada altitud y dejado de la mano de todxs lxs diosxs. Algo olía a podrido en aquella “Dinamarca”. O, para ser exactxs, a muerte. La navidad era sinónimo de matanza y esa mala energía flotaba por todos los rincones, contraatacando, en un pulso infatigable, al ingenuo espíritu navideño. Eau de Nöel vs Eau d’abattage. Eau de Navidad vs Eau de matanza. ¿Cuál ganaría?




Tengo la hipótesis de que el contacto con la cruda realidad de los productos animales desde la más tierna infancia, despojarlos de la distancia y fría asepsia que tienen para un/a niño de ciudad, o te embrutece o te insensibiliza. No hay punto medio.                                   

Recuerdo los chillidos de lxs cerdxs. Aún desde todas las distancias. Manos, cojines, auriculares, televisores. Cuando el sonido del pánico penetra en los oídos como un enjambre de avispas y se aloja en una suite del hipocampo, ya no desaparece nunca.

Tengo muy presentes, también, las vísceras, tripas pestilentes y obscenamente rosas invadiendo espacios, y secándose por demasiados rincones de la casa como invitadxs reptantes no deseadxs. Mis familiares me aseguraban, satisfechxs, que aquellas fundas-vísceras algún día se convertirían en chorizos, salchichones y adobados, como si aquello fuera una justificación universal. Pero yo, que nunca sentí el más mínimo interés por los embutidos, seguía sin entender qué mecanismo compensaba e instaba a repetir, año tras año, aquel repugnante y tedioso proceso.




Sin embargo, lo peor estaba por llegar. 1 o 2 días antes de nochebuena, lxs niñxs éramos sometidxs siempre al mismo ritual: la visita al corredor de la muerte. Algún ser querido nos llevaba de la mano a ver a lxs delicadxs corderitxs y cabritillxs. Sólo un/a niñx psicópata podría ser indiferente ante unos seres tan irresistiblemente adorables, bellos y peluchiles, que no sólo reflejaban, sino potenciaban tu propia inocencia infantil. El mundo era más bonito en su presencia, como si todas las esquinas rasposas se hubieran cubierto, súbitamente, de algodones. Cuando yo miraba a un/a corderx o cabritillx, veía un/a potencial compañer/a de juegos, a una infancia diferente, a un/a amigx.

Poco sospechaba que aquel tierno ser tenía las horas contadas en este planeta, únicamente por haber cometido el “delito” de nacer de otra especie. Aquello era el colmo de la inhumanidad. ¿Qué clase de sociedad psicópata hace que te encariñes con otrxs niñxs o bebés, para 2 días más tarde, asesinarlxs y servírtelos de cena? Independientemente de quién emitiera sentencia y blandiera el cuchillo, ¿por qué este crimen deleznable era perpetrado, con premeditación y alevosía, por seres que supuestamente te querían y debían cuidarte y protegerte?




En aquel único encuentro convergían tres traiciones: a la futura víctima, que apenas había llegado a este mundo y se creía ingenuamente a salvo; a lxs niñxs humanxs, cuya inocencia se traicionaba, robaba y corrompía irremediablemente; y a la justicia y el sentido común.         

Supongo que, dentro de lo espantoso, tuve suerte. Mis abuelxs habían abandonado la cría de ovejas antes de que yo naciera, y “solo” tenían cabras. Por lo tanto, nunca cenamos bebés de cabra. En mi familia nadie era capaz de rebanar un cuello (he visto llorar a mi tío en más de una ocasión al vender sus cabritxs y ser testigo de cómo eran metidos brutalmente en sacos, como si fueran cosas), pero si se servía cordero por navidad. No pasaron muchos años antes de que fuera plenamente consciente de mi involuntaria complicidad en aquel delito: no sólo me estaba comiendo a bebés que querían vivir, sino que me estaba zampando a lxs amigxs de otrxs.

Y otro insight infantil me sacudió como un trueno: para cuando te conviertes en adulto tu corazón se ha endurecido tanto que te transformas en un ser desconectado de su esencia, alguien que, trágicamente, ha desaprendido lo básico. No esperes demasiado a ser tu misma o será mucho más difícil escapar de ese “ejercito de zombies”.




Y esperé un poco, pero no demasiado. Dejar de comer bebés había sido el primer paso pre-adolescente, pero cuando el pato Ferdinand anunció horrorizado “Christmas means carnage!” (“¡la navidad significa muerte!”) en la película Babe, supe que había llegado el  momento de desterrar del menú bastante más que a los bebés: a cualquier tipo de animal, 365 días al año, durante el resto de mi vida.

Como veis esta historia tiene dos finales. Ninguno de los dos es, precisamente, feliz, pero uno de ellos, el de mi yo opresor, al menos, sí es un final FINAL.

Que paséis una justa, solidaria, verde, constructiva, empática y feliz navidad.




Ilustraciones de Jo Frederiks, Sara Sechi, Dina Farris Appel y ¿?


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