Thursday, October 09, 2014

Yo también soy Excalibur




¿En qué momento Excalibur dejó de ser un miembro más de la raza perruna? Todo comenzó cuando Javier L.R., su humano y marido de Teresa, la enfermera infectada por el virus del ébola, hizo un llamamiento urgente y desesperado desde el hospital en el que permanece en cuarentena. Pedía que salvasen a su perro Excalibur, el tercer miembro de su familia, y al que un juez había decretado asesinar “por precaución” sin su consentimiento, sin someterlo a ninguna miserable prueba previa o tratamiento. Aseguraba, además, que le habían mentido, que el destino de su adorado animal, en principio, iba a ser otro: aislamiento y observación, prácticamente el mismo al que se sometería el mismo.




Su llamamiento fue escuchado por las asociaciones animalistas y el partido PACMA, pero nadie, ni el propio Javier, ni los (cuatro) animal lovers que existimos en este país, pudieron prever una respuesta solidaria tan contundente y monumental, incluso fuera de nuestras fronteras. Y es que nunca se había visto nada semejante. Tras el hashtag #SalvemosAExcalibur, trending topic mundial y a un ritmo mega-ultra viral, incluso para las redes sociales, el cánido pasó de ser el querido can de la primera enferma de ébola fuera del continente africano, a convertirse en otra cosa. Él no lo sabía, no podía sospecharlo mientras se paseaba inquieto, tras dos días de alarmante soledad, por la casa abandonada (probablemente, con esa intuición tan perruna/gatuna que le advertía de algún peligro inminente), pero se había convertido, no sólo en un símbolo, sino en todo un movimiento.




Excalibur ya no era una mascota querida, el miembro no humano de la primera familia infectada (una familia cuyo sufrimiento y terror, en estos momentos, no queremos ni podemos imaginar), ni un ser vivo único y valioso que merecía el mismo respeto y cuidado que los enfermos humanos, Excalibur, con su inocencia y pureza perrunas de 24 quilates, de repente, pasó a encarnar a toda víctima de la injusticia, abuso, opresión, maltrato, humillación y ninguneo más brutal y absoluto: o séase, a todos nosotr@s. Todos somos Excalibur, y todos llevamos demasiado tiempo siendo Excalibur. El vil e injustificado asesinato de este can, en el inconsciente colectivo, era la última gota de un maremoto de abrumadoras injusticias, por eso nos lanzamos a las redes sociales y a las calles. De alguna manera, salvar la vida de ese pobre perro potencialmente infectado (probablemente más sano que una manzana Golden recién cogida del árbol), era un contundente “¡Basta ya!”, además de un ejercicio de empoderamiento ciudadano y una, en muchos casos inconfesa, débil llama de esperanza.




De nada sirvieron los consejos científicos de los colegios de veterinarios, de grandes expertos en enfermedades víricas y del mayor especialista de los efectos del ébola en animales que existe (que incluso argumentaba que el can podía contener la clave de una potencial cura). Tampoco surtieron efecto los miles de gritos y súplicas, sumadas a las de su familia, instando al sentido común y a la compasión recogidos a lo largo y ancho del mundo, Excalibur estaba condenado a muerte desde el momento en el que el test de Teresa dio positivo. Y no se trata solo de la cruel e inhumana respuesta a una larga serie de incompetencias, es el “spanish way” o la “marca España”. Cada vez que un animal no humano supone una molestia, de cualquier tipo, la única solución, por muchas alternativas compasivas que haya, es el asesinato. Sucede con perros, con gatos, con ratas y con palomas, entre otros animales, todos los días, a todas horas. 




Me resulta imposible no recordar un diálogo de la película Magical Girl, aún por estrenar, en el que uno de sus personajes sostiene la hipótesis de que la continuidad de los toros en España se debe a que, como país, aún no ha decidido si es racional o emocional. Decisiones inútiles, crueles y retrógradas como el asesinato de Excalibur refuerzan esta hipótesis. España (o, más bien las personas que lo gobiernan) es un país profundamente emocional, pero no en el sentido de empatía, compasión, inteligencia emocional o sensibilidad, sino en sus acepciones más garrulas, cafres y propias del medievo, como son irracionalidad, crueldad, bestialidad, terror y oscurantismo. Nunca “medida preventiva” había sonado tan falso y artificioso, tan profundamente insultante. Señores y señoras del PP, a partir de aquí se baja hasta el último viajero con conciencia que les quedaba. Hemos rebasado el número de eufemismos y abusos que podemos aguantar.





Uno de los refranes españoles más cutres, casposos y especistas sentencia “Muerto el perro, se acabó la rabia”. Pues bien, con la ejecución de un inocente “por si acaso”, no han acabado con la rabia, ni muchísimo menos (más bien exactamente lo contrario). Lo que sí han conseguido, además de colocar otro clavo en su tumba electoral, es mermar, aún más si cabe, la ilusión y la esperanza.

Descansa en la ciudad arcoiris, tierno Arturo. Ningún humano conocido se ha ganado ni, posiblemente, se gane jamás, semejante paraíso. 


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