
Cuando se convive con omnívoros durante mucho tiempo y éstos no dan ni la más mínima muestra de “veganización”, un@ acaba por albergar hacia ellos cierto rencor teñido de un, a veces, mal disimulado sentimiento de culpa (especialmente si los otros forman parte de tu familia). “¿Cómo es posible que yo haya “heredado” tantos miedos, introyectos y neurosis, y a ellos no se les haya pegado nada de mi en tantos años?¿estaré haciendo algo mal?¿no decía Einstein que dar ejemplo era, no la mejor forma de influir en los demás, sino la única?".
Mi madre estaría hasta el moño azul de Marge Simpson (si lo tuviera) de mis consejos y reproches. Le insisto machaconamente para que rebaje su dosis de embutidos y pontifico sin parar sobre las mentiras y maldades de la leche, entre otras cosas. He llegado, incluso, a proponerle “el lunes sin carne” inspirada por la exitosa campaña de Sir Paul McCartney, pero, hasta la fecha, todos mis esfuerzos siguen aparcados en algún submarino amarillo, muy por debajo de la superficie.
Sin embargo, cuando el incidente gatuno navideño me instó a tirar temporalmente la toalla, reparé en una paradoja materna que me resulta, cuanto menos, curiosa.
Una amiga fue la primera en resaltar lo insólito de la situación: hey, hay una paloma comiendo en vuestra ventana. “Lo sé- contesté yo- Es Sally”.
Sally apareció un día de otoño. Mientras yo repartía migas de pan, equitativamente, entre palomas y gorriones, ella se separó de sus rivales y, con descaro y tozudez, se posó en la ventana reclamando una ración individual. Cuando mi madre la descubrió, y se miraron la una a la otra, casi pude escuchar el eco de los violines resonando desde algún punto de la casa. Desde entonces nos ha visitado diariamente y como el roce hace el cariño, en lugar del genérico-impersonal “¡eh, tú, paloma!” decidí llamarla Sally.
“¡Pobrecita, le falta un pie y en la otra pata tiene un muñón!” suele repetir mi madre. Y esa minusvalía, es la discriminación positiva que ha conseguido que Sally sea la paloma más rolliza de toda la plaza.
El animalillo nos visita varias veces al día. A veces pide comida y otras, simplemente, se echa en el alfeizar, a pesar del viento y del frío. (Y es que, aunque haya ventanas wind-proof, sabe que en la nuestra puede disfrutar de una siesta sin interrupciones). Es casi como tener un pájaro como mascota. Un pájaro libre.
Y es viendo el mimo con el que mi madre escoge los menús palomiles, cómo se esfuerza para que nadie, ni siquiera el viento, le sise a Sally ni una miga de pan (o de cous cous) o cómo (y esto es lo más extraño de todo) nunca ha expresado una queja por los asquerosos regalitos que ocasionalmente hay que retirar de la ventana, cuando me es imposible ver con precisión quién ha podido influir más en quién: si ella en mi o yo en ella.
Dudo mucho que mi madre llegue a ser veg(etari)ana o que, algún día, enarbole junto a mi la bandera de la cruzada animalista, pero aunque a veces me cueste verlo (o admitirlo), de alguna casta le tiene que venir la sensibilidad y la empatía a este galgo.