Quedaban
pocos minutos para que ese tumor moral que se creía extirpado en Donosti,
reapareciera. La sangre de toro volvería a manchar arenas y cegueras,
capitaneada por el James Bond de los psicópatas socialmente aceptados: el rey
emérito Juancar y su celebérrima licencia para matar.
Faltaban
pocos minutos y todos los antitaurinos de Donosti mirábamos el cielo e
invocábamos la lluvia, como justicia poética, como desintoxicador de retrocesos,
como acto de total y absoluta purificación. Y llovió. Con la rabia e impotencia
de miles de corazones hartos de desayunar y cenar injusticias legales.
El
debate taurino está más caldeado que nunca en esta tibia ciudad. Resulta
irónico y vergonzoso hasta la náusea que un tema que se resolvió con una
contundencia absoluta hace dos siglos en Europa, siga patente en la futura
capital europea de la cultura.
Sin
embargo, este debate no se cerrará mientras los tauricidas y anti-tauricidas
sigan siendo los únicos que toman la palabra, finalizará en el instante en el
que la gran mayoría de los ciudadanos de esta y todas las ciudades del país,
esos que habitan en la apática y condenadora indiferencia, finalmente se
posicionen.
Sólo
entonces todos esos abominables momentos se perderán en el tiempo como lágrimas
en la lluvia. Tauromaquia, has superado ampliamente tu estatuto de
limitaciones: es hora de morir.
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