Friday, October 16, 2015

Donde van a morir los pájaros



Encontrar un pájaro muerto, en plena calle, medio escondido entre la descuidada vegetación de un jardín o recostado torpemente en medio de una plaza, sigue siendo una experiencia insólita. En lo que respecta a las aves, el cómo del segundo acto vital de intimidad y soledad extremas, morir, continúa siendo un misterio que los humanos aún no hemos podido desentrañar. Tal vez, de la misma forma que se dejan guiar por su brújula interna para desplazarse larguísimas distancias y encontrar, sin vacilar, el camino de vuelta, un sexto sentido, igualmente poderoso, les indica con una claridad incuestionable, cuándo y cómo ha llegado su hora. Ese sagrado momento, lógicamente, no puede ocurrir de cualquier manera y en cualquier sitio. Precavidas y cuidadosas por naturaleza, buscan un lugar que sólo sea suyo, lejos del mundanal ruido y del cerco de miserias humanas que hemos ido trazando y ampliando en torno a ellas, comprimiéndolas, limitándolas, mutilándolas. Resulta lógico, por lo tanto, que durante ese último y fatídico acto denieguen la asistencia de espectadores. ¿Por qué no iban a hacerlo?




Llegados a este punto, supongo que tengo el privilegio de admitir que sé dónde fue a morir, al menos, un pájaro. Ese pájaro era una paloma y durante muchos años fue mi amiga. Se llamaba Sally porque le faltaban miembros (concretamente dos pies de los que sólo le sobrevivía un dedo), yo acababa de ver Pesadilla antes de Navidad y siempre me ha llamado la atención la escena en la que la recientemente desmembrada Sally se cose a sí misma.

¿Cuántas personas pueden presumir de tener un/a amig@ alad@ y libre?

Hace 5 años Sally llegó a mi casa y nunca volvió a marcharse. Y, en esta ocasión, recurrir a este radical adverbio de tiempo no es una exageración. Posiblemente tenía, en algún rincón escondido a prueba de humanos, un “nido” o una “habitación” en la que dormía diariamente, pero todas las horas de sol (lógicamente, bastantes más en primavera y verano que en otoño e invierno) las pasaba en mi balcón, ventana o en las inmediaciones de ambos, esperando, ansiosa, alguna apetitosa ración de pan, para fastidio, asco e incomprensión de los vecinos.




Porque Sally, con el tiempo, dejó de venir sola. En muchas ocasiones, alimentarla a ella suponía la asistencia de una docena de seres alados más, entre gorriones y palomas, cuya presencia en la plaza era considerada non grata por algunos colombófobos. Este conflicto interespecies nos ha traído a mi familia y a mí no pocas complicaciones y alguna que otra amenaza de cierto individuo psicópata. Durante algunas semanas, incluso, tuvimos que cerrar el comedor (tiempo en el que la pobre desmejoró terriblemente), aunque finalmente, y para alivio de casi todos, encontramos la manera de alimentar discretamente a Sally en nuestro balcón.

Un día, hace pocas lunas, de repente, se mostraba más mustia de lo habitual. Apenas se movía, comer no la motivaba y no se alejaba del balcón. ¿Un mal día, simplemente? Desgraciadamente, la respuesta fue no. Las peores sospechas se confirmaron la mañana siguiente, al encontrar, con horror y tristeza, su familiar y rechoncho cuerpo inerte en el suelo, discretamente escondido entre dos macetas. Quizá la inconmovible y rígida red de la muerte la atrapó de repente y se sentía demasiado enferma y agotada para marcharse a otra cama más digna y segura. Aunque, quizá, simplemente (y eso quiero pensar), eligió nuestro balcón porque para ella aquel lugar era un sinónimo de hogar.




Y con este ¿regalo? también nos dejó la obligación de enterrarla (ilegalmente) en el rincón más frondoso y oculto de un bosque cercano. Un espacio donde la sombras y el sol se suceden y se dan la mano, para que nunca pase demasiado frio ni demasiado calor. En su caja-ataúd, como última ofrenda, deposité unas esponjosas y recién cortadas migas de pan (de esas que tanto le gustaban). Podría necesitarlas. ¿Quién sabe cuánto tiempo durará su travesía?



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