Encontrar
un pájaro muerto, en plena calle, medio escondido entre la descuidada vegetación
de un jardín o recostado torpemente en medio de una plaza, sigue siendo una
experiencia insólita. En lo que respecta a las aves, el cómo del segundo acto
vital de intimidad y soledad extremas, morir, continúa siendo un misterio que
los humanos aún no hemos podido desentrañar. Tal vez, de la misma forma que se
dejan guiar por su brújula interna para desplazarse larguísimas distancias y
encontrar, sin vacilar, el camino de vuelta, un sexto sentido, igualmente
poderoso, les indica con una claridad incuestionable, cuándo y cómo ha llegado
su hora. Ese sagrado momento, lógicamente, no puede ocurrir de cualquier manera
y en cualquier sitio. Precavidas y cuidadosas por naturaleza, buscan un lugar
que sólo sea suyo, lejos del mundanal ruido y del cerco de miserias
humanas que hemos ido trazando y ampliando en torno a ellas, comprimiéndolas, limitándolas,
mutilándolas. Resulta lógico, por lo tanto, que durante ese último y fatídico acto
denieguen la asistencia de espectadores. ¿Por qué no iban a hacerlo?
Llegados
a este punto, supongo que tengo el privilegio de admitir que sé dónde fue a
morir, al menos, un pájaro. Ese pájaro era una paloma y durante muchos años fue
mi amiga. Se llamaba Sally porque le faltaban miembros (concretamente dos pies
de los que sólo le sobrevivía un dedo), yo acababa de ver Pesadilla antes de Navidad
y siempre me ha llamado la atención la escena en la que la recientemente desmembrada
Sally se cose a sí misma.
¿Cuántas
personas pueden presumir de tener un/a amig@ alad@ y libre?
Hace
5 años Sally llegó a mi casa y nunca volvió a marcharse. Y, en esta ocasión,
recurrir a este radical adverbio de tiempo no es una exageración. Posiblemente
tenía, en algún rincón escondido a prueba de humanos, un “nido” o una “habitación”
en la que dormía diariamente, pero todas las horas de sol (lógicamente,
bastantes más en primavera y verano que en otoño e invierno) las pasaba en mi
balcón, ventana o en las inmediaciones de ambos, esperando, ansiosa, alguna
apetitosa ración de pan, para fastidio, asco e incomprensión de los vecinos.
Porque
Sally, con el tiempo, dejó de venir sola. En muchas ocasiones, alimentarla a
ella suponía la asistencia de una docena de seres alados más, entre gorriones y
palomas, cuya presencia en la plaza era considerada non grata por algunos
colombófobos. Este conflicto interespecies nos ha traído a mi familia y a mí no
pocas complicaciones y alguna que otra amenaza de cierto individuo psicópata. Durante
algunas semanas, incluso, tuvimos que cerrar el comedor (tiempo en el que la
pobre desmejoró terriblemente), aunque finalmente, y para alivio de casi todos,
encontramos la manera de alimentar discretamente a Sally en nuestro balcón.
Un
día, hace pocas lunas, de repente, se mostraba más mustia de lo habitual.
Apenas se movía, comer no la motivaba y no se alejaba del balcón. ¿Un mal día,
simplemente? Desgraciadamente, la respuesta fue no. Las peores sospechas se
confirmaron la mañana siguiente, al encontrar, con horror y tristeza, su familiar
y rechoncho cuerpo inerte en el suelo, discretamente escondido entre dos
macetas. Quizá la inconmovible y rígida red de la muerte la atrapó de repente y
se sentía demasiado enferma y agotada para marcharse a otra cama más digna y
segura. Aunque, quizá, simplemente (y eso quiero pensar), eligió nuestro balcón
porque para ella aquel lugar era un sinónimo de hogar.
Y
con este ¿regalo? también nos dejó la obligación de enterrarla (ilegalmente) en
el rincón más frondoso y oculto de un bosque cercano. Un espacio donde la
sombras y el sol se suceden y se dan la mano, para que nunca pase demasiado
frio ni demasiado calor. En su caja-ataúd, como última ofrenda, deposité unas esponjosas
y recién cortadas migas de pan (de esas que tanto le gustaban). Podría
necesitarlas. ¿Quién sabe cuánto tiempo durará su travesía?
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