El/la
insólit@ vegan@ de principios del siglo XXI, escudad@ tras su cruzada
aparentemente quijotesca, pasa a convertirse, en la mayoría de los casos (y mal que le pese),
en el/la única de su círculo (es decir, de sus amig@s, de sus familiares, o
incluso, de su pueblo/barrio), en haber abrazado esta filosofía y estilo de
vida. Sin siquiera proponérselo, ha pasado a encarnar ese rol tan injusto,
solitario y desagradecido que nadie debería encarnar jamás: “un ejemplo de”.
Y
como “representante oficial” del veganismo siente la obligación y la
responsabilidad de mostrar a esa, casi siempre hostil, lapidaria e insolidaria
mayoría, que sus miedos y prejuicios están totalmente injustificados y que no
hay nada más saludable, inteligente y justo que su estilo de vida para salvar
al planeta y a todos los que lo habitan. Y todo mediante una sonrisa
“jolibudiense”, la flexibilidad y delicadeza de una bailarina y la templanza y
sabiduría de Yoda, durante todas las horas del día.
Y
no hay interacción social en la que no se le ponga a prueba, en la que los
focos de la galería no le enfoquen en exclusiva y no pueda, ni por un segundo,
dejar de representar el papel de perfect@ vegan@. Por lo tanto, pobre de
él/ella si no posee una licenciatura en nutrición humana y dietética y/o no es
especialmente elocuente en sus discursos (“No
me has convencido. Somos omnívoros, hay que comer de todo y siempre se ha hecho
así”); si tiene algún kilo de más (“¿Pero
los veganos no se supone que tenéis que estar delgados?”); si, por algún
motivo, se harta/quema y/o pierde los papeles ante comentarios hater (¡pero qué bordes e intransigentes son todos
los veganos!); o, si, ¡oh ultraje!,
cae preso de algún virus o molestia ocasional (“¿No se suponía que vosotros no enfermabais jamás?”).
Porque
hay una espada de Damocles que pende incesantemente sobre la cabeza del/de la
vegan@, y que probablemente, y a menos que el mundo sufra una transformación
radical, seguirá cumpliendo su sádica misión durante el resto de su vida: la
posibilidad de enfermar. Y es que su salud,
más que cualquier otro aspecto de su comportamiento y de su lifestyle,
se convierte en su mejor carta de presentación. Ya lo dice el introyecto social
más extendido: si se es vegan@, hay que estar más sano, esbelto, vigoroso y
lozano que el resto de los mortales. Obligatoriamente. Categóricamente. Siempre.
Desde
que dejó de consumir animales y sus subproductos, probablemente el/la veggie ha
convivido con perversas y brujeriles amenazas de enfermedad perpetradas por sus
rencorosos, agoreros y nada comprensivos conocidos, así que vive con miedo constante
de pillar, incluso, un simple resfriadillo que demuestre a la ruidosa mayoría
que está en lo cierto, que eso del veganismo es una patraña perroflautil y que
no hay nada de saludable y especial en esta “radical dieta llena de
restricciones y limitaciones”.
Y
desde este humilde rincón, harta de interpretar el papel de Super Green Woman, me pregunto: ¿qué
ignorantes desaprensivos, bien sean veganos, carnívoros, omnívoros u
flexitarianos, inflaron y siguen inflando ese falso y peligroso globo que
asegura que la salud y el bienestar dependen, casi exclusivamente, de la dieta?
¿Por qué seguimos montando sobre él y permitiendo que nos lleve a todas partes sin
cuestionárnoslo siquiera? ¿En
qué momento ser humano, con sus vulnerabilidades, defectos, inconstanteces y
contradicciones, aparentemente, ha pasado a convertirse (casi) en antónimo de ser
vegano?
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