La imagen nos es tan
familiar que hemos dejado de prestarle atención. Además de en época de rebajas,
la observamos habitualmente a través de la pantalla grande o pequeña, con
cierta envidia y/o rencor. Suele formar parte de la escena de una película o de
una serie: una mujer (normalmente joven y de muy buen ver) sale de una tienda
cool (o varias) sonriente, satisfecha y, sobre todo, cargadíta de bolsas.
Síndrome Pretty Woman o Carrie Brashaw
Sabemos que no se trata de
simples adquisiciones, sino que esa voracidad saciada de “cosas bonitas” subraya
el hecho de que la protagonista está atravesando algún tipo de cambio vital
importante, de subidón de autoestima o de empowerment, en cualquiera de sus
formas. Y así, de la forma más tonta, la
publicidad y el cine han conseguido que asociemos pavlovianamente las bolsas de
las tiendas de ropa a trofeos e indicadores de felicidad y de estatus.
Llevarlas en la mano
públicamente, además, proporciona cierta satisfacción exhibicionista y las
cadenas de ropa del mundo adoran endosárnoslas a la primera de cambio, porque,
¿quién podría resistirse a semejante publicidad barata? Como consumidores, no
hay lugar para titubeos o consideraciones. Con reutilizarla y/o reciclarla se
nos van los posibles remordimientos ecologistas, ¿no es cierto?
Donde
realmente mueren las bolsas
Sin embargo, hay una cruda
realidad que debemos asumir como consumidores: menos del 1% de las bolsas de
plástico son recicladas. Hoy día, resulta mucho más caro reciclar una bolsa que
fabricar una nueva (cuesta 4000 $ procesar y reciclar una tonelada de bolsas
que luego pueden ser vendidas por sólo 32 $). ¿Adónde van las bolsas que
inconsciente y cándidamente “reciclamos”, entonces?
Un escalofriante estudio
demostró a mediados de los 70 que los barcos que cruzan los océanos arrojan
casi 4 millones de kilos de plástico por año (por aquello de no “desbordar los
basureros”). Desgraciadamente, en la actualidad, los métodos de gestión de
basura no han cambiado demasiado.
La muerte de una bolsa, sin
embargo, no necesariamente sucede en el mar. Arrastradas por el viento, muchas
llegan a mares, lagos, ríos, tuberías y cloacas de todos los rincones del
planeta (hay bolsas flotando al norte del Círculo Ártico, y tan al Sur como las
islas Malvinas).
Muchas de esas bolsas (no
todas son biodagradables, desgraciadamente) se fotodegradan, así que, con el
tiempo, se convierten en petro-polímeros, sustancias más pequeñas y tóxicas que
contaminan tierras y vías acuíferas y que, finalmente, acaban irremediablemente
en la cadena alimenticia.
El impacto de las bolsas de
plástico (y de los plásticos, en general) en nuestros hermanos animales es catastrófico
y devastador (además del otro gran impacto medioambiental: 12 millones de barriles de petroleo son necesarios para fabricar 100 billones de bolsas). Muchas especies (especialmente las aves), mueren enredadas en
ellas y se ha calculado que una media de 200 especies marinas, incluyendo
ballenas, delfines, focas y tortugas, mueren a causa de las finalmente letales
bolsas (bien enredándose en ellas o bien confundiéndolas con comida).
¿Qué
podemos hacer para evitarlo?
Poco a poco y a
regañadientes, nos vamos acostumbrando a volver a los 60, o séase, a llevar
nuestras bolsas o nuestro “carrito marujil” cada vez que vamos a supermercado. Sin
embargo, no mostramos ningún reparo en aceptar alegremente las bolsas que nos
dan en otro tipo de establecimientos, como las tiendas de ropa, a pesar de que
llevemos un bolso generoso o ya llevemos otra/s en la mano. ¿A qué viene tanta
inconsciencia derrochil?
En mi ciudad los dependientes
de mis tiendas habituales hace tiempo que me deben haber apodado “la loca de
las bolsas”. Cada vez que realizo una compra y, de forma mecánica, se disponen
a coger el plastiquito me marras, yo reclamo decidida un “¡no me pongas bolsa!”. Los que aún no me conocen, me sonríen
extrañados a modo de asentimiento o me saltan un “Ya llevas unas cuantas, ¿no?” a forma de posible explicación. Ni
siquiera se les pasa por la cabeza que ese inusual y casi rebelde acto tiene
bastante más que ver con un afán ecologista que con un alarde de extravagancia.
Mis
dos opciones ahorra-bolsa
Dependiendo de lo práctico,
rebelde o asertivo que se sea, se puede:
A) Llevar una bolsa monísima de tela/plástico siempre
en el bolso y no tener ningún reparo en utilizarla para guardar tu última
adquisición, sea del tipo que sea.
B) Tener siempre (especialmente en rebajas o
cuando sabes que vas a ir a un establecimiento concreto) una bolsa de cada
tienda habitual y reutilizarla una y otra vez. De esa forma, los dependientes
se extrañaran menos (puede que, incluso, les haga gracia o te clasifiquen como
cliente super habitual) y tú te sentirás menos violent@ con tu boicot
plastiquil.
Si
no nacen, no tendrán que morir
Estamos educados en la
cultura del derroche y nos resistimos a ver las consecuencias de nuestros actos,
a responsabilizarnos o a reeducarnos en nuestros hábitos, especialmente si estos
nos suponen algún esfuerzo. Sin embargo, un simple gesto de ahorro diario individual
puede hacer maravillas. Si una persona se apuntara al “¡no me pongas bolsa!”,
ahorraría, aproximadamente, 6 bolsas de plástico a la semana. Lo que supondría,
lógicamente, unas 24 bolsas al mes, alrededor de 288 bolsas al año y (¡atención,
atención!)… ¡22.176 en toda una vida!
Confieso que hubo un tiempo,
años ha, en que mi poca asertividad me hacía sentir violenta/avergonzada al
negarme a consumir bolsas (pensaba que los dependientes me iban a poner mala
cara o a mirar como a una freak). Sin embargo, no tenía más que recordar los
datos expuestos más arriba (con sus imágenes terribilis) para sentir que era
esa realidad invisible lo que realmente me avergonzaba, la que me resultaba tan
imperdonable como fácilmente evitable.
¿Y tú? ¿Te apuntas a evitar que mueran las bolsas?
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