Tuesday, August 17, 2010

K.O.



¿Qué es lo más inteligente cuando eres animalista y acabas de perder al amor gatuno de tu vida? Meterte de lleno y con más intensidad que nunca en casos de abandono y maltrato animal hasta el punto de que te abduzcan casi por completo, lógicamente no. Pero no siempre funcionamos por lógica.

Ya que no había sido capaz de salvar a mi gato, en un desesperado intento de sobrecompensación, he tratado de salvar las vidas de otros muchos. Lo malo, es que me he quemado en el intento.

Mi última cruzada antes de tirar la toalla, ha sido evitar la masacre de los gatos callejeros de Cádiz. Una vez más, la única solución a la sobrepoblación de animales, es la muerte (por envenenamiento en este caso). He escrito una petición que incluye una carta a la alcaldesa.

No tengo casi ninguna esperanza en que la firméis porque ya he asumido a base de lágrimas y hos**** que a la mayoría de la gente estos temas le importan un carajo. Sin embargo, aquí os la dejo hasta que recupere las fuerzas para seguir derrumbando molinos de viento.



¡Salva a los gatos callejeros de Cádiz!


P.S. La belleza de la foto es una gatita callejera gaditana que he intentado adoptar/acoger sin éxito. Un americano la ha bautizado como patches por su originalísimo abrigo. ¿A que es preciosérrima?

Monday, August 09, 2010

Mis puntos sobre íes ajenas




¿ES REALMENTE TAN DIFÍCIL COMPRENDER QUE SE ABRACE ESA FILOSOFÍA DE RECHAZAR CUALQUIER TIPO DE VIOLENCIA, DE EXPLOTACIÓN O AGRESIÓN GRATUITA A OTROS SERES?

Si a nadie le parece extraño que me detenga a auxiliar en un accidente de tráfico, suponiendo que todavía no hayan llegado los servicios de emergencia, ¿por qué algunos me califican de chalado si recojo del arcén a un perro que acaba de ser atropellado para llevarlo a un veterinario, y hasta me advierten, a modo de consejo, que dejará en el asiento restos de pelos y de sangre? ¿A alguno de esos le preocuparía las manchas en su tapicería si procediesen de las hemorragias de un señor que se ha abierto la cabeza contra el parabrisas de su coche?, y digo más, ¿se lo pensarían si fuese su propio perro el herido?

Muy pocos, o ninguno, van a criticar que te manifiestes contra el cambio climático, la contaminación de la atmósfera y de los mares o la deforestación de los bosques. Pero de esos mismos son bastantes los que no comprenden que lo hagas protestando contra la tauromaquia, la experimentación con animales o la industria de la peletería. ¿Por qué en un caso está bien visto y eres un ser comprometido y solidario mientras en el otro, te consideran un infeliz o un soñador, cuando no un perturbador?

Y no hablemos ya del tema de la alimentación. Todos entienden, en nuestra cultura, que no te meriendes un bocadillo con las tripas embutidas de un pastor alemán, que no te cenes un filete del lomo de un setter irlandes o que no sirvas en la mesa una fuente con un gato siamés troceado y al ajillo. Pero si tampoco quieres hacer eso mismo cuando la víctima es un cerdo, una ternera o un pollo, entonces eres el rarito y el que se empeña en ir en contra de la tradición, de la cultura y hasta de las normas básicas de nutrición.

Así de peculiares son los valores por los que nos regimos en esta Sociedad. Un perro no se puede cocinar y comer, pero no existe reparo en dejarlo agonizando en el asfalto, o no hay problema en practicar con él la vivisección. Un gato tampoco estará en nuestra dieta, no ya por razones de salud, sino porque nos horroriza que se le introduzca vivo en una olla con agua hirviendo como hacen en otras culturas, pero muchos conductores ni los esquivan o extreman la precaución cuando los ven rondando por una carretera porque saben que en cualquier caso, saldrá perdiendo el animal.

Y a la vaca o al cordero, en cambio, se les puede tener toda su miserable vida encerrados en un espacio minúsculo, engordándolos para al final, descuartizarlos y comérselos.
En definitiva, que evitarle o no a un animal el sufrimiento no depende ya sólo de su especie, sino también del origen del padecimiento, y la consecuencia es que el dolor de un mismo individuo puede horrorizarnos, resultarnos indiferente o incluso estar de acuerdo en que se le cause, todo en función de por qué y cómo le venga provocado. ¿Alguien puede darme una explicación coherente y con un mínimo de ética para este tipo de aberración moral?

Y en cuanto al tener que estar justificando continuamente los motivos de declararse en contra de cualquier tipo de maltrato a los animales, no ya ante los que se los infligen, que con esos el debate, en el caso de ser posible, va por otros derroteros, sino con nuestros allegados, con amigos y familiares, ¿es realmente tan difícil de comprender que se abrace esa filosofía de rechazar cualquier tipo de violencia, de explotación o de agresión gratuitas a otros seres? A mí, lo que se me antoja inconcebible es defender precisamente lo contrario.

No me causa el menor desánimo ser el blanco de las iras o de los insultos de taurinos, cazadores, vivisectores, ganaderos industriales o propietarios de circos con animales; tampoco me asombra la indiferencia de los políticos, de muchos medios de comunicación o de amplios sectores de la Sociedad, pero lo que realmente me duele y no puedo entender, es por qué muchas veces en los míos veo críticas, incomprensión y hasta miradas que parecen ocultar lástima por mis “veleidades” animalistas y por haberme convertido en defensor de “causas perdidas”.

Aquellos, cercanos o no, que sientan que soy yo el equivocado, el majareta o el rebelde sin motivo, quizás puedan explicarme qué piensan de un chino que cuelga por el cuello a un perro vivo de un gancho y lo abre en canal, o al verlos comer los sesos de un mono cuyo corazón todavía palpita, también cuando contemplan como en Tanzania torturan y matan a los albinos para realizar con ellos rituales mágicos.

Tal vez, lo que el cocinero chino o la curandera somalí piensen de ellos al observar su repugnancia, su horror y su rechazo a tales costumbres, sea muy similar a lo que ellos creen de mi. Y es que en definitiva, se trate de hombre, mujer, perro, cerdo o mono, hay algo que las diferentes nacionalidades no pueden alterar y es común en todas ellas: la angustia y el sufrimiento de las víctimas cuando son sometidas a padecimientos terribles o asesinadas. Y existe un aspecto que tampoco debería de depender de cuestiones educativas, de culturas o de códigos penales: la obligación de expresar nuestra repulsa absoluta a que la violencia sobre otros seres forme parte de la conducta humana, sea cual sea la disculpa para ejercerla, la especie del martirizado o el rincón del Planeta donde ocurra.

Imagino que hay una razón muy poderosa para explicar el porqué de esta paradoja en nuestra escala de valores: los intereses económicos. Las industrias que en nuestra Sociedad han encontrado un mercado para sus artículos, se encargan de engrasar continuamente los mecanismos adecuados para que nos parezca no sólo lícito, sino imprescindible seguir consumiendo productos que de un modo u otro, impliquen angustia para animales. De tal modo, y teniendo en cuenta que en otras culturas, los empresarios hacen lo propio según los hábitos de sus clientes, hemos de llegar a la conclusión que la diferencia entre el bien y el mal no radica en el hecho en si, sino en nuestra percepción del mismo en función de lo que nos han presentado como virtuoso o como perverso. En todo caso, una justificación muy pobre y que sólo puede servir para aquellos que no tengan el menor interés en reflexionar sobre las consecuencias de sus actos.


JULIO ORTEGA FRAILE

La pesadilla que empieza por a...




Hay una confesión made in me que, inexplicablemente, provoca desencajamientos de mandíbulas y ojiplatismos varios. Su efecto es tal, que varios de mis amigos y algunos (potenciales) amores, me han mirado dolidos, casi traicionados, para acabar contraatacándome con frases como “tú y yo no podríamos vivir juntos”.
Por lo tanto, en vista de reacciones anteriores, pido de antemano que las almas sensibles se pongan algún tipo de emo-cinturón de seguridad, porque no hay forma indolora de decirlo: Odio el ajo.

Debe ser que, por mi condición de vegana, casi todo el mundo asume que me gustan todas y cada una de las verduras, frutas y especias habidas y por haber (¿acaso todos los carnívoros se comen todo lo que se mueve?). Y también debe ser que al vivir en el país del gazpacho y el alioli, casi todos piensan que mi tirria ajil divide mis posibilidades culinarias por 100, lo cual no es en absoluto cierto (simplemente, basta con no añadirlo y full stop).

Y es que a pesar de haberlo intentado durante años, no lo puedo remediar. Cada vez que el sabor de la famosa hortaliza sobresale mínimamente de entre el resto de los ingredientes en mi paladar, siento el impulso irrefrenable de salir corriendo a lavarme los dientes. Sin embargo, ni un triple lavado intensivo con dentífrico super menta + elixir elimina completamente su nauseabundo sabor, y cada Garlic Day me condena a una dosis masiva de chicles.

Sus defensores a ultranza, pontifican con sus bondades medicinales como si eso fuera un argumento de peso para meterse un alimento entre pecho y espalda. Que yo sepa, nos alimentamos a varios niveles y el plato perfecto tiene que cumplir 3 requisitos básicos: saber bien, sentar bien y debe ser obtenido sin ocasionar ningún tipo de daño o prejuicio (lo cual refuerza y multiplica los requisitos 1 y 2).

A pesar de todo, no estoy sola. Conozco otros casos de fobia ajil: los vampiros (con los que comparto el tono de piel), los gatos (odian su olor, junto con el de los cítricos y el vinagre) y muchos ingleses, con Victoria Beckham a la cabeza, insisten en que en nuestro país abusamos sin miramientos del famosérrimo bulbo... ¿será verdad? :S



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