Mis
vacaciones infantiles solían tener 3 colores: blanco, verde y amarillo. Las
primeras navidades que recuerdo eran tan blancas que lograron que olvidase el
“verde semana santa” y “el amarillo verano”. Para una niña del norte el norte
donde el paisaje era “unicolor”, el clima mucho más benévolo y la nieve una
feliz excepción, el inmaculado manto salmantino de mi "pueblo origen" resultaba…
mágico.
Sin
embargo, las navidades distaban mucho de ser idílicas. Y no sólo por el viento
y el frío glaciar de aquel lugar a demasiada altitud y dejado de la mano de
todxs lxs diosxs. Algo olía a podrido en aquella “Dinamarca”. O, para ser
exactxs, a muerte. La navidad era sinónimo de matanza y esa mala energía
flotaba por todos los rincones, contraatacando, en un pulso infatigable, al ingenuo
espíritu navideño. Eau de Nöel vs Eau d’abattage. Eau de Navidad vs Eau de
matanza. ¿Cuál ganaría?
Tengo
la hipótesis de que el contacto con la cruda realidad de los productos animales
desde la más tierna infancia, despojarlos de la distancia y fría asepsia que
tienen para un/a niño de ciudad, o te embrutece o te insensibiliza. No hay
punto medio.
Recuerdo los chillidos de lxs cerdxs.
Aún desde todas las distancias. Manos, cojines, auriculares, televisores.
Cuando el sonido del pánico penetra en los oídos como un enjambre de avispas y
se aloja en una suite del hipocampo, ya no desaparece nunca.
Tengo
muy presentes, también, las vísceras, tripas pestilentes y obscenamente rosas invadiendo
espacios, y secándose por demasiados rincones de la casa como invitadxs reptantes
no deseadxs. Mis familiares me aseguraban, satisfechxs, que aquellas fundas-vísceras
algún día se convertirían en chorizos, salchichones y adobados, como si aquello
fuera una justificación universal. Pero yo, que nunca sentí el más mínimo
interés por los embutidos, seguía sin entender qué mecanismo compensaba e
instaba a repetir, año tras año, aquel repugnante y tedioso proceso.
Sin
embargo, lo peor estaba por llegar. 1 o 2 días antes de nochebuena, lxs niñxs éramos
sometidxs siempre al mismo ritual: la visita al corredor de la muerte. Algún
ser querido nos llevaba de la mano a ver a lxs delicadxs corderitxs y
cabritillxs. Sólo un/a niñx psicópata podría ser indiferente ante unos seres tan
irresistiblemente adorables, bellos y peluchiles, que no sólo reflejaban, sino
potenciaban tu propia inocencia infantil. El mundo era más bonito en su
presencia, como si todas las esquinas rasposas se hubieran cubierto, súbitamente,
de algodones. Cuando yo miraba a un/a corderx o cabritillx, veía un/a potencial
compañer/a de juegos, a una infancia diferente, a un/a amigx.
Poco
sospechaba que aquel tierno ser tenía las horas contadas en este planeta,
únicamente por haber cometido el “delito” de nacer de otra especie. Aquello era
el colmo de la inhumanidad. ¿Qué clase de sociedad psicópata hace que te
encariñes con otrxs niñxs o bebés, para 2 días más tarde, asesinarlxs y
servírtelos de cena? Independientemente de quién emitiera sentencia y blandiera
el cuchillo, ¿por qué este crimen deleznable era perpetrado, con premeditación
y alevosía, por seres que supuestamente te querían y debían cuidarte y
protegerte?
En
aquel único encuentro convergían tres traiciones: a la futura víctima, que
apenas había llegado a este mundo y se creía ingenuamente a salvo; a lxs niñxs
humanxs, cuya inocencia se traicionaba, robaba y corrompía irremediablemente; y
a la justicia y el sentido común.
Supongo
que, dentro de lo espantoso, tuve suerte. Mis abuelxs habían abandonado la cría
de ovejas antes de que yo naciera, y “solo” tenían cabras. Por lo tanto, nunca
cenamos bebés de cabra. En mi familia nadie era capaz de rebanar un cuello (he
visto llorar a mi tío en más de una ocasión al vender sus cabritxs y ser
testigo de cómo eran metidos brutalmente en sacos, como si fueran cosas), pero
si se servía cordero por navidad. No pasaron muchos años antes de que fuera
plenamente consciente de mi involuntaria complicidad en aquel delito: no sólo
me estaba comiendo a bebés que querían vivir, sino que me estaba zampando a lxs
amigxs de otrxs.
Y otro
insight infantil me sacudió como un trueno: para
cuando te conviertes en adulto tu corazón
se ha endurecido tanto que te transformas en un ser desconectado de su esencia,
alguien que, trágicamente, ha desaprendido lo básico. No esperes demasiado a
ser tu misma o será mucho más difícil escapar de ese “ejercito de zombies”.
Y
esperé un poco, pero no demasiado. Dejar de comer bebés había sido el primer
paso pre-adolescente, pero cuando el pato Ferdinand anunció horrorizado “Christmas means carnage!” (“¡la navidad significa muerte!”) en la
película Babe, supe que había llegado el
momento de desterrar del menú bastante más que a los bebés: a cualquier
tipo de animal, 365 días al año, durante el resto de mi vida.
Como
veis esta historia tiene dos finales. Ninguno de los dos es, precisamente,
feliz, pero uno de ellos, el de mi yo opresor, al menos, sí es un final FINAL.
Que
paséis una justa, solidaria, verde, constructiva, empática y feliz navidad.
Ilustraciones
de Jo Frederiks, Sara Sechi, Dina Farris Appel y ¿?