Sunday, February 28, 2016

Querido hipócrita Leonardo DiCaprio



Recientemente he visto tu última película estrenada en España, The Revenant, un film rodado en condiciones extremas que parece haber sido diseñado para alinear todos los planetas de esta y de todas las galaxias conocidas para auparte a los altares actoriles, y recompensarte, finalmente, con la doradísima estatuilla.

Sería una hipocresía imperdonable por mi parte asegurar que no mereces un premio o que no tienes talento. Tu carrera está llena de actuaciones brillantes, desde ¿A quien ama Gilbert Grape?, pasando por El aviador, The Departed o Shutter Island, hasta las más recientes El gran Gatsby o El lobo de Wall Street. Un oscar por cualquiera de estos trabajos (o alguno de los no mencionados) habría sido más que justo, sin embargo, cuando la gloria dorada caiga finalmente sobre ti esta madrugada (que lo hará), much@s, yo entre ell@s, no lo celebraremos en absoluto.



Motivo Número 1

Existe una larga y tristemente enraizada tradición oscaril en la que, sistemáticamente, la actriz o el actor que se ha sometido a las circunstancias, transformaciones o retos físicos más extremos, gana el oscar de la edición. Parece ser que engordar o adelgazar 20 kilos, padecer una enfermedad incurable, postrarse en una silla de ruedas, tartamudear o interpretar a un homosexual moribundo (¡viva la “culpa gay” en Hollywood!) es una condición sine qua non puedes llevarte a casa el dichoso tito oscar. Sin embargo, ¿esfuerzo físico extremo significa, necesariamente, mejor interpretación? Rotundamente no.

Este año la tradición tiene todas las papeletas de perpetuarse contigo. Carezco de los conocimientos interpretativos para valorar si tu interpretación super física de estar al borde de la hipotermia, sufrir muy mucho y comer cadáveres asquerosos merece, más que en otras ocasiones, el preciado reconocimiento dorado. Sin embargo, tu galardón, además de perpetuar esta toxica tradición oscaril, demuestra que, al menos por lo que a mí respecta, te has lucido bastante más en otras ocasiones.  




Motivo número 2

Un hombre que se define como actor y ecologista, que ha dedicado años, esfuerzo y una parte considerable de su fortuna en proteger y salvar el medioambiente y a todos los que lo habitan (es mundialmente conocido su compromiso para salvar al tigre de la extinción, causa por la que llegó a donar un millón de dólares), alguien que ha dado discursos pro-green en cumbres, que ha mantenido charlas con presidentes (¡y con el papa!), que ha creado una fundación para promover las causas medioambientales que lleva su nombre, que ha impulsado la creación del documental 11th hour y que ha sido productor ejecutivo del imprescindible Cowspiracy (documental que denuncia el brutal impacto de la ganadería en el medioambiente), no puede formar parte de una película en la que continuamente se cometen, impunemente, asesinatos y actos de maltrato animal sin resultar un hipócrita.




Aunque sea una organización de pacotilla, el hecho de que en los títulos finales de The Revenant no apareciese el sello de la American Humane Association y su ya mítico ‘No Animals Were Harmed in the Making of this Motion Picture’ no hacía presagiar nada bueno. Sin una monitorización mínima (y aún peor, sin unos estándares de bienestar animal mínimos), y conociendo la nula sensibilidad del directo Alejandro G. Iñárritu hacia las otras especies no humanas, todo apunta a que si ese rodaje ha sido un infierno para los actores, lo ha sido aún más para los actores esclavizados que en ningún momento dieron permiso para participar en él: los animales. Y DiCaprio, el ecologista, el protector de todas las formas de vida, el defensor de la dieta verde, no ha dudado un instante en comer carne de bisonte cruda (al parecer una carne de pega no resultaba lo suficientemente realista), un pez igualmente crudo (si el pobre animal estaba aún vivo, como se muestra en el film, se desconoce), de no pestañear ante el hecho de rodearse de cadáveres de animales mutilados expresamente para el film o de ser testigo diariamente de no queremos ni imaginar cuantos golpes, fracturas y heridas (y posibles muertes) de caballos durante las  interminables jornadas de rodaje en condiciones extremisímas.




Y es que un actor ecologista participando en un rodaje de un director conocido por su descarada (¿y autocelebrada?) violencia animal es como una actriz vegana firmando un contrato con la “experimentamos-en-animales-alegremente-y-con-premeditación-y-alevosía-lará-lará” L’Oréal: nada más y nada menos que venderse al diablo. ¿Acaso los valores valen muy poco o nada cuando está en juego la gloria oscaril?

Leo, tienes el talento, el prestigio, el respeto y la admiración de crítica y público, un currículum impresionante (has trabajado con algunos de los mejores vivos y has sido el actor fetiche de Scorsese, nada menos), eres joven y todo apunta a que tienes aún muchos papelones que protagonizar. ¿Realmente necesitas un oscar? Y lo que es aún más triste, ¿demostrar que estás dispuesto a vender hasta a tu madre por conseguirlo?

Cuando dentro de unas horas, estatuilla en mano, dediques en tu discurso unas palabras a la defensa del medioambiente, sonrisa profidén mediante, no conseguirás ocultar el hecho de que en tu particular escalada como “renacido”, tus manos, al igual que aquellos diamantes que tiempo atrás protagonizaste, estarán manchadas de sangre.




Un abrazo de osa,

Una cinéfila, vegana y activista.


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Monday, February 22, 2016

Esa implacable y sempiterna espada de Damocles




El/la insólit@ vegan@ de principios del siglo XXI, escudad@ tras su cruzada aparentemente quijotesca, pasa a convertirse,  en la mayoría de los casos (y mal que le pese), en el/la única de su círculo (es decir, de sus amig@s, de sus familiares, o incluso, de su pueblo/barrio), en haber abrazado esta filosofía y estilo de vida. Sin siquiera proponérselo, ha pasado a encarnar ese rol tan injusto, solitario y desagradecido que nadie debería encarnar jamás: “un ejemplo de”.

Y como “representante oficial” del veganismo siente la obligación y la responsabilidad de mostrar a esa, casi siempre hostil, lapidaria e insolidaria mayoría, que sus miedos y prejuicios están totalmente injustificados y que no hay nada más saludable, inteligente y justo que su estilo de vida para salvar al planeta y a todos los que lo habitan. Y todo mediante una sonrisa “jolibudiense”, la flexibilidad y delicadeza de una bailarina y la templanza y sabiduría de Yoda, durante todas las horas del día.




Y no hay interacción social en la que no se le ponga a prueba, en la que los focos de la galería no le enfoquen en exclusiva y no pueda, ni por un segundo, dejar de representar el papel de perfect@ vegan@. Por lo tanto, pobre de él/ella si no posee una licenciatura en nutrición humana y dietética y/o no es especialmente elocuente en sus discursos (“No me has convencido. Somos omnívoros, hay que comer de todo y siempre se ha hecho así”); si tiene algún kilo de más (“¿Pero los veganos no se supone que tenéis que estar delgados?”); si, por algún motivo, se harta/quema y/o pierde los papeles ante comentarios hater (¡pero qué bordes e intransigentes son todos los veganos!); o, si, ¡oh ultraje!, cae preso de algún virus o molestia ocasional (“¿No se suponía que vosotros no enfermabais jamás?”).

Porque hay una espada de Damocles que pende incesantemente sobre la cabeza del/de la vegan@, y que probablemente, y a menos que el mundo sufra una transformación radical, seguirá cumpliendo su sádica misión durante el resto de su vida: la posibilidad de enfermar. Y es que su salud,  más que cualquier otro aspecto de su comportamiento y de su lifestyle, se convierte en su mejor carta de presentación. Ya lo dice el introyecto social más extendido: si se es vegan@, hay que estar más sano, esbelto, vigoroso y lozano que el resto de los mortales. Obligatoriamente. Categóricamente. Siempre.




Desde que dejó de consumir animales y sus subproductos, probablemente el/la veggie ha convivido con perversas y brujeriles amenazas de enfermedad perpetradas por sus rencorosos, agoreros y nada comprensivos conocidos, así que vive con miedo constante de pillar, incluso, un simple resfriadillo que demuestre a la ruidosa mayoría que está en lo cierto, que eso del veganismo es una patraña perroflautil y que no hay nada de saludable y especial en esta “radical dieta llena de restricciones y limitaciones”.

Y desde este humilde rincón, harta de interpretar el papel de Super Green Woman, me pregunto: ¿qué ignorantes desaprensivos, bien sean veganos, carnívoros, omnívoros u flexitarianos, inflaron y siguen inflando ese falso y peligroso globo que asegura que la salud y el bienestar dependen, casi exclusivamente, de la dieta? ¿Por qué seguimos montando sobre él y permitiendo que nos lleve a todas partes sin cuestionárnoslo siquiera? ¿En qué momento ser humano, con sus vulnerabilidades, defectos, inconstanteces y contradicciones, aparentemente, ha pasado a convertirse (casi) en antónimo de ser vegano?







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