Thursday, January 30, 2014

¿Dónde mueren las bolsas de plástico?



La imagen nos es tan familiar que hemos dejado de prestarle atención. Además de en época de rebajas, la observamos habitualmente a través de la pantalla grande o pequeña, con cierta envidia y/o rencor. Suele formar parte de la escena de una película o de una serie: una mujer (normalmente joven y de muy buen ver) sale de una tienda cool (o varias) sonriente, satisfecha y, sobre todo, cargadíta de bolsas.




Síndrome Pretty Woman o Carrie Brashaw

Sabemos que no se trata de simples adquisiciones, sino que esa voracidad saciada de “cosas bonitas” subraya el hecho de que la protagonista está atravesando algún tipo de cambio vital importante, de subidón de autoestima o de empowerment, en cualquiera de sus formas.  Y así, de la forma más tonta, la publicidad y el cine han conseguido que asociemos pavlovianamente las bolsas de las tiendas de ropa a trofeos e indicadores de felicidad y de estatus.

Llevarlas en la mano públicamente, además, proporciona cierta satisfacción exhibicionista y las cadenas de ropa del mundo adoran endosárnoslas a la primera de cambio, porque, ¿quién podría resistirse a semejante publicidad barata? Como consumidores, no hay lugar para titubeos o consideraciones. Con reutilizarla y/o reciclarla se nos van los posibles remordimientos ecologistas, ¿no es cierto?






Donde realmente mueren las bolsas

Sin embargo, hay una cruda realidad que debemos asumir como consumidores: menos del 1% de las bolsas de plástico son recicladas. Hoy día, resulta mucho más caro reciclar una bolsa que fabricar una nueva (cuesta 4000 $ procesar y reciclar una tonelada de bolsas que luego pueden ser vendidas por sólo 32 $). ¿Adónde van las bolsas que inconsciente y cándidamente “reciclamos”, entonces?

Un escalofriante estudio demostró a mediados de los 70 que los barcos que cruzan los océanos arrojan casi 4 millones de kilos de plástico por año (por aquello de no “desbordar los basureros”). Desgraciadamente, en la actualidad, los métodos de gestión de basura no han cambiado demasiado.






La muerte de una bolsa, sin embargo, no necesariamente sucede en el mar. Arrastradas por el viento, muchas llegan a mares, lagos, ríos, tuberías y cloacas de todos los rincones del planeta (hay bolsas flotando al norte del Círculo Ártico, y tan al Sur como las islas Malvinas).

Muchas de esas bolsas (no todas son biodagradables, desgraciadamente) se fotodegradan, así que, con el tiempo, se convierten en petro-polímeros, sustancias más pequeñas y tóxicas que contaminan tierras y vías acuíferas y que, finalmente, acaban irremediablemente en la cadena alimenticia.




El impacto de las bolsas de plástico (y de los plásticos, en general) en nuestros hermanos animales es catastrófico y devastador (además del otro gran impacto medioambiental: 12 millones de barriles de petroleo son necesarios para fabricar 100 billones de bolsas). Muchas especies (especialmente las aves), mueren enredadas en ellas y se ha calculado que una media de 200 especies marinas, incluyendo ballenas, delfines, focas y tortugas, mueren a causa de las finalmente letales bolsas (bien enredándose en ellas o bien confundiéndolas con comida).




¿Qué podemos hacer para evitarlo?

Poco a poco y a regañadientes, nos vamos acostumbrando a volver a los 60, o séase, a llevar nuestras bolsas o nuestro “carrito marujil” cada vez que vamos a supermercado. Sin embargo, no mostramos ningún reparo en aceptar alegremente las bolsas que nos dan en otro tipo de establecimientos, como las tiendas de ropa, a pesar de que llevemos un bolso generoso o ya llevemos otra/s en la mano. ¿A qué viene tanta inconsciencia derrochil?




En mi ciudad los dependientes de mis tiendas habituales hace tiempo que me deben haber apodado “la loca de las bolsas”. Cada vez que realizo una compra y, de forma mecánica, se disponen a coger el plastiquito me marras, yo reclamo decidida un “¡no me pongas bolsa!”. Los que aún no me conocen, me sonríen extrañados a modo de asentimiento o me saltan un “Ya llevas unas cuantas, ¿no?” a forma de posible explicación. Ni siquiera se les pasa por la cabeza que ese inusual y casi rebelde acto tiene bastante más que ver con un afán ecologista que con un alarde de extravagancia.







Mis dos opciones ahorra-bolsa

Dependiendo de lo práctico, rebelde o asertivo que se sea, se puede:

      A) Llevar una bolsa monísima de tela/plástico siempre en el bolso y no tener ningún reparo en utilizarla para guardar tu última adquisición, sea del tipo que sea.

      B) Tener siempre (especialmente en rebajas o cuando sabes que vas a ir a un establecimiento concreto) una bolsa de cada tienda habitual y reutilizarla una y otra vez. De esa forma, los dependientes se extrañaran menos (puede que, incluso, les haga gracia o te clasifiquen como cliente super habitual) y tú te sentirás menos violent@ con tu boicot plastiquil.






Si no nacen, no tendrán que morir

Estamos educados en la cultura del derroche y nos resistimos a ver las consecuencias de nuestros actos, a responsabilizarnos o a reeducarnos en nuestros hábitos, especialmente si estos nos suponen algún esfuerzo. Sin embargo, un simple gesto de ahorro diario individual puede hacer maravillas. Si una persona se apuntara al “¡no me pongas bolsa!”, ahorraría, aproximadamente, 6 bolsas de plástico a la semana. Lo que supondría, lógicamente, unas 24 bolsas al mes, alrededor de 288 bolsas al año y (¡atención, atención!)… ¡22.176 en toda una vida!





Confieso que hubo un tiempo, años ha, en que mi poca asertividad me hacía sentir violenta/avergonzada al negarme a consumir bolsas (pensaba que los dependientes me iban a poner mala cara o a mirar como a una freak). Sin embargo, no tenía más que recordar los datos expuestos más arriba (con sus imágenes terribilis) para sentir que era esa realidad invisible lo que realmente me avergonzaba, la que me resultaba tan imperdonable como fácilmente evitable.




¿Y tú? ¿Te apuntas a  evitar que mueran las bolsas?



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Thursday, January 09, 2014

Suave y sangrienta angora




Debo haberla llevado docenas de veces. Aquella boina de angora que con tanto cariño me habían regalado mis (por entonces adolescentes) amigas, no sólo era muy bonita, sino que parecía dotar a quien la llevaba de cierto toque vintage french chic.

Curiosamente, muchos años más tarde todo parece haber cambiado y envejecido a mi alrededor, salvo la boina. Nada parece ajarla. Lo que sí ha cambiado, es que en lugar de un puesto de honor en mi armario, ahora permanece en un oscuro rincón, ese que se designa a las prendas viejunas y/o que nos provocan cierta vergüenza.

Confesión: sólo el hecho de que fuera un regalo de gente muy querida me ha impedido tirarla. Ni siquiera necesité hacerme vegana para repudiar su material. Pero si hubiera sabido entonces lo que ahora sé, la habría confinado al rincón de la vergüenza mucho tiempo antes.




La industria angoril nos vendía que la angora era un producto que se obtenía de forma pacífica e indolora en China, país que sigue siendo el principal exportador de este preciado material (el 90% de su producción, aproximadamente). Creíamos o queríamos creer, que a estos apacibles conejos, básicamente se les cortaba el largo y sedoso pelo una vez que hubiera llegado a la longitud adecuada (más o menos como ocurre con los humanos). Sin embargo, la verdad es bastante menos pacífica y, definitivamente, nada indolora.

Videos de activistas encubiertos en granjas “angoriles” han demostrado finalmente lo que las grandes cadenas de ropa ya sabían y, probablemente, no les importaba en exceso. A los conejos no se les corta el pelo: se les arranca violentamente a manotazos mientras los pobres animales, presas de un dolor espantoso, perforan los oídos de todo ser que se encuentre a su alrededor.

Esta práctica despreciable se repite cada 3 meses, periodo en el que, aproximadamente, el pelo les vuelve a crecer. Cuando, tras la rapada brutal, los llevan de nuevo a sus jaulas, muchos de estos pobres animalillos, con su desnuda y delicada piel rosa dolorida y cubierta de heridas, entran en estado de shock severo. Y la tortura continúa durante sus largos y penosos  2-5 años de vida.




En otras fábricas, sin embargo, en lugar de arrancarles el pelo a manotazos, se les esquila o afeita (practica menos común por resultar "menos rentable"). Puede parecer el colmo de la sensibilidad, habida cuenta del método anterior, pero sería muy iluso e hipócrita por nuestra parte pensar que los conejos afeitados no sufren o que lo hacen en mucha menor medida. Mientras se les realiza esta práctica, sus patas traseras y delanteras son atadas (una experiencia que les provoca auténtico pavor),  e inevitablemente, acaban heridos por las cuchillas durante sus desesperada lucha por escaparse.

Si además de todos los espeluznantes datos anteriores, tenemos en cuenta que casi todas estas prácticas crueles son llevadas diariamente a cabo en suelo chino, país donde no existen sanciones por el maltrato animal en las granjas ni normas que regulen el trato hacia los animales, la cantidad de infracciones y abusos que pueden cometerse sobre tan tierno y vulnerable animal marea y aterra.

Como respuesta, famosas cadenas de ropa como H&M o C&A han prohibido temporalmente la producción de angora hasta asegurarse de que esta es producida de forma ética (¿ah, pero es que eso existe?), mientras que Stella McCartney, por su parte, ya ha anunciado que jamás volverá a fabricar ropa de este material. Posteriormente y con algo menos de contundencia, se le han sumado, Marks & Spencer, Calvin Klein o Topshop (que dicen haber paralizado toda compra y producción de prendas). La española Inditex también (por presión popular, aunque con la boca pequeña). Un intento por limpiar su imagen que, al menos, les honra en parte al compararlos con otras compañías que ni siquiera se han pronunciado ni han tomado medias al respecto (no hace falta dar nombres, ¿verdad).




Y es que el mundo no parece haberse inmutado demasiado al respecto. La noticia no ha aparecido en las big news y las it girls y las bloggers de moda la siguen luciendo sin vergüenza, responsabilidad o escrúpulo (“ande yo sexy y mona, que le den al conejo de angora” parecen decir).

Yo, por mi parte, siento un escalofrío paralizante y una enorme tristeza cada vez que miro la etiqueta de una prenda y encuentro tan despreciable y sangriento material. Desgraciadamente, me siento terriblemente sola en mi impotencia e indignación. La angora, especialmente en invierno, sigue siendo un must y lo único que parece frenar a la gran mayoría de las compradoras, más o menos compulsivas, es el precio.

En  nombre de todos los Bugs Bunnies angoriles del mundo, si tienes en tu casa una prenda de angora y/o planeas comprarte algo de este material, please, recuerda esta información y repítele alto y claro un “¡esto es todo, amigos!” a esta cruel e injustificable industria. 




Para l@s más escéptic@s: video espeluznante y noticia completa en http://www.petalatino.com/features/investigacion-clandestina-expone-cruel-industria-angora/



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