Wednesday, June 24, 2009

How I became a veggie



Cuando, en la oscuridad del cine, el público reía o sonreía ante el grito de guerra de uno de los personajes de Babe, el cerdito valiente (“¡La navidad significa muerte!”), mi corazón, en cambio, se encogía avergonzado. Y es que su lema también se había convertido en el mío, y por fin era hora de empezar a proclamarlo.

Casi un tercio de mi vida ha transcurrido en el pequeño pueblo de mi madre, un recóndito lugar de Salamanca donde todos los habitantes son agricultores y ganaderos.
A diferencia de la mayoría de los niños de mi edad, para los que la carne o cualquier producto de origen animal era algo aséptico, anónimo y sin historia, yo, desde muy pequeña, conocía su autentico precio, ese que nunca aparece en los supermercados o en los libros de texto. Me hacía amiga de las cabras, las gallinas o los corderos, para comprobar, atónita y horrorizada, como todos ellos eran sacrificados por los motivos más estúpidos: una cena, un antojo culinario o una fecha caprichosa marcada en el calendario...

Cuando convives a diario con una “realidad alternativa”, pueden pasar dos cosas: que te habitúes o te sensibilices. Como "chica de ciudad", y en gran parte por mi sensibilidad hacia el dolor ajeno, a mi me ocurrió lo segundo. Por mucho que me repitieran el estribillo que aseguraba que aquel era “el orden natural de las cosas”, yo siempre encontraba incoherencias en la letra o algún instrumento desafinado. Y es que, detrás de aquella pop song, había una verdad clarísima, injusta e innegable: ¿por qué matar a nuestros amigos animales de forma cruel y arbitraria cuando no es necesario?

Me sentía sola y desorientada con mi creciente e impopular conciencia, ¿qué podía hacer yo sola contra el mundo? Sin embargo, asumir “la realidad” y conformarse nunca fue una opción. A medida que pasaban los años, la presión comenzó a notarse en diferentes ángulos: no sólo comenzaba a sentir que, consumiendo carne traicionaba a los seres que conocía y apreciaba, sino que, al mismo tiempo, me estaba traicionando a mi misma. Y cuando, hace 13 navidades, me despedí por última vez de mis amigos capriles envuelta un mar de lágrimas, supe que no podía ser cómplice de aquella sangría ni autoengañarme por más tiempo. No ser vegetariana ni siquiera era una opción. Aquel fue el principio y el final de un viaje.

Ninguno de mis familiares o amigos lo entendió ni lo apoyó. Tampoco conocía a nadie que hubiera seguido antes el mismo camino. Estaba sola. Pero yo me tomé cada inconveniente como una “prueba de fe”, una forma de crecer y fortalecerme en mis creencias.
No me resultó difícil dejar la carne. Al fin y al cabo, nunca me había entusiasmado su sabor. Lo más duro fue (y sigue siendo), la incomprensión, desprecio y mofa de los que, por compartir una opción mayoritaria, se creen poseedores de la verdad absoluta. Y esa es precisamente la mayor prueba para un vegetariano: no ceder ante las presiones o los chantajes emocionales del resto de la sociedad por miedo a no encajar o a ser considerado “rarit@”.

Hay que asumir que, aquí y ahora, no se puede esperar mucha sensibilidad de “Meatland”, el abanderado del jamón de jabugo, los toros y el único país del mundo que sigue utilizando animales en todas sus fiestas populares. Si nos midiésemos por la genial cita de Gandhi "La grandeza de una nación y su progreso moral pueden ser juzgados según la forma en que tratan a sus animales”, España sería pequeña pequeñísima.

A menudo me preguntó por qué hoy, 13 años después y a punto de hacerme vegana, sigo sin tener amigos que compartan mis creencias (con toda la frustración y desgaste que eso supone), y me respondo que tal vez se deba a que tengo una voz y aún tengo que gritar un poco más fuerte por todos aquellos que no pueden defenderse por si mismos. Quién sabe, tal vez la respuesta se encuentre en este blog...


¡Pasad! ¡Sed bienvenid@s! :)
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